11 de septiembre de 2016

Participamos en la Eucaristía y compartimos nuestros bienes


De la Apología primera de San Justino, mártir, a favor de los cristianos
Lectura bíblica: Hch 2, 42 - 47

Comentario
Este pasaje de San Justino describe una celebración eucarística alrededor del año 150 d. C. y de ahí su gran valor testimonial. Fijémonos en la permanente continuidad entre aquellas celebraciones y las nuestras, pero también en el hecho de que la eucaristía entonces resultaba inseparable de la solidaridad con los pobres. En la antigüedad existía una viva conciencia de que, al compartir el Cuerpo y la Sangre del Señor, los cristianos nos hacemos parte del mismo Cristo y debemos ser solícitos unos
con otros. Quienes tenían pues bienes económicos se disponían a compartir generosamente con los necesitados. “No es una orden (es) para que demuestren la sinceridad de su amor fraterno. Bien conocen la generosidad de Cristo Jesús, nuestro Señor. Por ustedes se hizo pobre, siendo rico, para hacerlos ricos con su pobreza” (2 Co 8, 8 - 9), había señalado el mismo apóstol Pablo a los cristianos de Corinto. Fijémonos también en que los diáconos se encargaban de llevar la comunión a los
ausentes, tal y como lo hacen hoy en nuestras propias comunidades los ministros extraordinarios de la eucaristía.
Sólo pueden participar de la eucaristía los que admiten como verdaderas nuestras enseñanzas, han sido lavados en el baño del nuevo nacimiento y del perdón de los pecados y viven tal y como Cristo nos enseñó.
Porque el pan y la bebida que tomamos no los recibimos como pan y bebida
corrientes, sino que así como Jesucristo, nuestro salvador, se encarnó por la acción del Verbo de Dios y tuvo carne y sangre por nuestra salvación, así también se nos ha enseñado que aquel alimento sobre el cual se ha pronunciado la acción de gracias, usando de la plegaria que contiene sus mismas palabras, y del cual, después de transformado, se nutre nuestra sangre y nuestra carne, es la carne y la sangre de Jesús, el Hijo de Dios encarnado.
Los apóstoles, en efecto, en sus comentarios llamados Evangelios, nos enseñan que así lo mandó Jesús, ya que él, tomando pan y habiendo pronunciado la acción de gracias, dijo: Hagan esto en memoria mía; éste es mi cuerpo; del mismo modo, tomando el cáliz y habiendo pronunciado la acción de gracias, dijo: Ésta es mi sangre, y se lo entregó a ellos solos.
A partir de entonces, nosotros celebramos siempre el recuerdo de estas cosas; y, además, los que tenemos alguna posesión socorremos a todos los necesitados, y así estamos siempre unidos.
Y por todas las cosas de las cuales nos alimentamos alabamos al creador de todo, por medio de su Hijo Jesucristo y del Espíritu Santo.
Y, el día llamado del sol, nos reunimos en un mismo lugar, tanto los que habitamos en las ciudades como en los campos, y se leen los comentarios de los apóstoles o los escritos de los profetas, en la medida que el tiempo lo permite.
Después, cuando ha acabado el lector, el que preside exhorta y amonesta con sus palabras a la imitación de tan luminosos ejemplos. Luego nos ponemos todos de pie y elevamos nuestras preces; y, como ya hemos dicho, cuando hemos terminado las preces, se trae pan, vino y agua; entonces el que preside eleva, fervientemente, oraciones y acciones de gracias, y el pueblo aclama: Amén. Seguidamente tiene lugar la distribución y participación, a cada uno de los presentes, de los dones sobre los cuales se ha pronunciado la acción de gracias, y los diáconos los llevan a los ausentes.
Los que poseen bienes en abundancia, y desean ayudar a los demás, dan, según su voluntad, lo que les parece bien, y lo que se recoge se pone a disposición del que preside, para que socorra a los huérfanos y a las viudas y a todos los que, por enfermedad u otra causa cualquiera, se hallan en necesidad, como también a los que están encarcelados y a los viajeros de paso entre nosotros: en una palabra, se ocupa de atender a todos los necesitados.
Nos reunimos precisamente el día del sol porque éste es primer día de la creación, cuando Dios empezó a obrar sobre las tinieblas y la materia, y también porque es también el día en que Jesucristo, nuestro salvador, resucitó de entre los muertos. Lo crucificaron, en efecto, la vigilia del día de Saturno, y a la mañana siguiente de ese día, es decir, en el día del sol, fue visto por sus apóstoles y discípulos a quienes enseñó estas mismas cosas que hemos puesto a consideración de ustedes.


La eucaristía es don de vida eterna


Del Tratado de San Ireneo, obispo, Contra las herejías
Lectura bíblica: Jn 6, 25 – 27
San Ireneo de Lión ( c.140- c.202)

Fue discípulo del obispo mártir Policarpo de Esmirna, quien a su vez había sido discípulo directo del apóstol Juan. Ireneo es sin duda el teólogo más importante de la Iglesia en el siglo II, por su gran obra “En contra de los Herejes”; ésta fue la primera exposición de conjunto de la teología cristiana.
Aunque provenía de Asia Menor, fue obispo de una colonia griega cristiana en la Galia, del 177 al 178. Sucedió en esa sede al obispo mártir Fotino en tiempos del emperador romano Marco Aurelio. Cuando el Papa Víctor I excomulgó a las Iglesias de Asia por celebrar la Pascua en una fecha diferente a la de Roma, Ireneo –ejerciendo audazmente su corresponsabilidad eclesial- escribió al Papa, persuadiéndole a restaurar la unidad y tolerar las diferentes tradiciones. Víctor I recapacitó y retiró la excomunión.

Comentario
Es propio de San Ireneo destacar que nuestra carne mortal también participa de la salvación y que por lo tanto resucitaremos con ella. La eucaristía nos dispone para la resurrección, pues “ella es comida que permanece y con la cual uno tiene vida eterna” (Jn 6, 27). “La Pascua de Cristo -ha dicho Juan Pablo II en consonancia con San Ireneo- incluye también su resurrección. Efectivamente, el sacrificio eucarístico no sólo
hace presente el misterio de la pasión y muerte del Salvador, sino también el misterio de la resurrección, que corona su sacrificio. En cuanto viviente y resucitado, Cristo se hace en la eucaristía pan de vida (Jn 6, 51)”. Y es participando de ella que participamos
de la gloria de Cristo resucitado.
Si no fuese verdad que nuestra carne es salvada, tampoco lo sería que el Señor nos redimió con su sangre, ni que el cáliz eucarístico es comunión de su sangre y el pan que partimos es comunión de su cuerpo. La sangre, en efecto, procede de las venas y de la carne y de todo lo demás que pertenece a la condición real del hombre, condición que el Verbo de Dios asumió en toda su realidad para redimirnos con su sangre, como afirma el Apóstol: Por este Hijo, por su sangre, hemos recibido la redención, el
perdón de los pecados.
Y, porque somos sus miembros, nos sirven de alimento los bienes de la creación; pero él, que es quien nos da estos bienes creados, haciendo salir el sol y haciendo llover según le place, afirmó que aquel cáliz, fruto de la creación, era su sangre, con la cual da nuevo vigor a nuestra sangre, y aseveró que aquel pan, fruto también de la creación, era su cuerpo, con el cual da vigor a nuestro cuerpo.
Por tanto, si el cáliz y el pan, cuando sobre ellos se pronuncian las palabras sacramentales, se convierten en la sangre y el cuerpo eucarísticos del Señor, con los cuales nuestra parte corporal recibe un nuevo incremento y consistencia, ¿cómo podrá negarse que la carne es capaz de recibir el don de Dios, que es la vida eterna, si es alimentada con la sangre y el cuerpo de Cristo, del cual es miembro?
Cuando el Apóstol dice en su carta a los Efesios: Porque somos miembros de su cuerpo, de su carne y de sus huesos, no se refiere a alguna clase de hombre espiritual e invisible -ya que un espíritu no tiene carne ni huesos-, sino al hombre tal cual es en su realidad concreta, que consta de carne, nervios y huesos, que es alimentado con el cáliz de la sangre de Cristo, y que recibe vigor de aquel pan que es el cuerpo de Cristo.
Y del mismo modo que la rama de la vid plantada en tierra da fruto a su tiempo, y el grano de trigo caído en tierra y disuelto sale después multiplicado por el Espíritu de Dios que todo lo abarca y lo mantiene unido, y luego el hombre, con su habilidad, los transforma para su uso, y al recibir las palabras de la consagración se convierten en el alimento eucarístico del cuerpo y sangre de Cristo; del mismo modo nuestros cuerpos, alimentados con la eucaristía, después de ser sepultados y disueltos

bajo tierra, resucitarán a su tiempo, por la resurrección que les otorgará aquel que es el Verbo de Dios, para gloria de Dios Padre, que rodea de inmortalidad a este cuerpo mortal y da como regalo la incorrupción a este cuerpo corruptible, ya que la fuerza de Dios se muestra perfecta en la debilidad.

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