DOMINGO II DE PASCUA
El Texto (Jn 20, 19-31)
Texto Bíblico
19 Al anochecer de aquel día, el
primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas
cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les
dijo: «Paz a vosotros». 20 Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el
costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. 21 Jesús repitió:
«Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo». 22 Y, dicho esto,
sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; 23 a quienes les
perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les
quedan retenidos».
24 Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. 25 Y los otros discípulos le decían: «Hemos visto al Señor». Pero él les contestó: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo». 26 A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: «Paz a vosotros». 27 Luego dijo a Tomás: «Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente». 28 Contestó Tomás: «¡Señor mío y Dios mío!». 29 Jesús le dijo: «¿Porque me has visto has creído? Bienaventurados los que crean sin haber visto».
30 Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. 31 Estos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre.
24 Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. 25 Y los otros discípulos le decían: «Hemos visto al Señor». Pero él les contestó: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo». 26 A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: «Paz a vosotros». 27 Luego dijo a Tomás: «Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente». 28 Contestó Tomás: «¡Señor mío y Dios mío!». 29 Jesús le dijo: «¿Porque me has visto has creído? Bienaventurados los que crean sin haber visto».
30 Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. 31 Estos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre.
Sagrada Biblia, Versión oficial de la Conferencia
Episcopal Española (2012)
Catena Aurea: comentarios de los Padres de la Iglesia por versículos
Crisóstomo, in
Ioannem, hom. 85-86
19. Oyendo los discípulos lo que
María anunciaba, era deducible que o no le dieran crédito, o que, creyéndole,
se afligieran, pensando que no habían sido dignos de que el Señor se les dejase
ver. Pero pensando esto, no dejó el Señor pasar ni un solo día. Pues como ellos
sabían que había resucitado y ansiaban verle, aunque estaban dominados del
miedo, a la caída de la tarde El mismo se les presentó. Y por eso dice: “Y al
concluir el día del primer sábado, estando cerradas las puertas”, etc.
Es de admirar que no le tuvieran por un
fantasma; pero esto fue porque la mujer, previniéndoles, había infundido en
ellos mucha fe. Mas presentándose el Señor mismo ante su vista calma con su voz
las dudas de su espíritu, y les dice: “La paz sea con vosotros”, esto es, no os
alarméis. Con lo que recuerda las palabras que les había dicho antes de morir:
“Yo os doy mi paz” (Jn 14,27). Y otra vez: “En mí tendréis la paz” (Jn 16,33).
20. Y como antes de morir les
había dicho “Otra vez os veré y se alegrará vuestro corazón”, lo cumple. Por
esto añade: “Los discípulos se alegraron al ver al Señor”.
21. También demuestra que la santa
cruz tiene la virtud de borrar toda tristeza y traernos todos los bienes, esto
es, la paz. Esta paz había sido anunciada a las mujeres, porque este sexo
estaba sumido en la tristeza desde la maldición pronunciada por Dios: “Con
dolor parirás tus hijos” (Gén 3,16). Y como desaparecen todos los obstáculos y
se allana todo para lo sucesivo, añade: “Como me envió el Padre, yo os envío”.
22-23. Así elevó el espíritu de
sus discípulos por los hechos y por la dignidad de su misión. Y no pide todavía
el poder al Padre, sino que de su propia autoridad se les da. Por eso sigue: “Y
habiendo dicho esto, sopló y les dijo: Recibid el Espíritu Santo”.
Dicen algunos que por esta insuflación
no les dio el Espíritu Santo, sino que los hizo aptos para recibirle. Si, pues,
al ver Daniel al ángel se desmayó, ¿qué hubiera sucedido a los discípulos al
recibir tan inefable gracia, si antes no hubiesen estado prevenidos? No será
pecado decir que ellos recibieron entonces el poder de la gracia espiritual, no
de resucitar muertos ni hacer milagros, sino el de perdonar los pecados. De
aquí sigue: “A quien perdonareis los pecados, les serán perdonados”, etc.
Si el sacerdote arreglase bien su vida,
pero no cuidase con diligencia de la de los otros, se condena con los réprobos.
Sabiendo, pues, la magnitud del peligro, tenles gran respeto, aunque no sean de
mucha nobleza, pues no es justo que sean juzgados por los que están bajo su
jurisdicción. Y aunque su vida sea muy censurable, no quieras herirle en nada
de todo aquello que Dios le ha confiado, pues ni el sacerdote, ni el ángel, ni
el arcángel, puede hacer nada en las cosas que son dadas por Dios, sino que son
dispensadas por el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, pues el sacerdote presta
su voz y su mano, y no es justo que, por la malicia de otro, sean
escandalizados acerca de nuestras creencias los que se convierten a la fe.
24-25. Hallándose reunidos todos
los discípulos, sólo faltaba Tomás, a consecuencia de la primera dispersión,
por lo que dice: “Tomás, uno de los doce, que se llama Dídimo, no estaba con
ellos cuando vino Jesús”.
Así como es censurable la ligereza en
creerlo todo, así también lo es el acusar a Tomás groseramente. Diciendo los
Apóstoles: “Hemos visto al Señor”, no creyó, no tanto por desacreditarles,
cuanto por creerlo imposible. Por eso sigue: “Dijéronle, pues, los otros
discípulos: Hemos visto al Señor; pero él les contestó: Si no viere en sus
manos el taladro de los clavos, y metiese mi dedo en la herida de ellos, y mi
mano en el lado del Señor, no creeré”. Este, más grosero que los otros, buscaba
la fe por los sentidos (como el tacto), y ni siquiera daba crédito a sus ojos.
Así que no le bastó el decir si no lo viese, sino que añadió: “Y metiese el
dedo”, etc.
26. Considera la clemencia del
Creador, que por salvar su alma se aparece y se acerca, enseñando sus heridas.
Sin duda que los discípulos que lo anunciaban, y el mismo Jesús que lo había
prometido, eran dignos de fe. Pero, sin embargo, porque Tomás lo exigía, el
Señor no le desoyó. No se le aparece al momento, sino pasados ocho días, para
que, advertido entre tanto por los discípulos, se inflamara más su deseo y
fuera más fiel en adelante. Así dice: “Pasados ocho días, estaban otra vez sus
discípulos dentro, y Tomás con ellos. Vino Jesús, cerradas las puertas, y se
puso en medio de ellos, y les dijo: Paz a vosotros”.
27. Presentóse, pues, Jesús y no
esperó a que Tomás preguntase, sino que para hacerle ver que cuando hablaba a
sus condiscípulos le estaba oyendo, usa de sus mismas palabras, y en primer
lugar lo reprende y lo corrige. Así sigue: “Después dice a Tomás: Mete aquí tu
dedo y toca mis manos y alarga la tuya, e introdúcela en mi costado”. Luego le
instruye, diciendo: “No quieras ser incrédulo, sino fiel”. Ved aquí la duda de
la incredulidad antes de que recibieran el Espíritu Santo, pero no después, que
permanecieron firmes. Digno es de averiguarse por qué el cuerpo incorruptible
conservaba las llagas de los clavos, pero no te admires, pues era por
condescendencia, para demostrarles que era el mismo que había sido crucificado.
30-31. Como Juan había referido
menos que los otros evangelistas, añadió: “Otros muchos milagros hizo Jesús en
presencia de sus discípulos, que no están escritos en este libro”, pero no se
ha dicho más que lo suficiente para atraer a los oyentes a la fe. Pero me
parece que se refiere aquí los milagros que acontecieron después de su
resurrección y por esto dice: “En presencia de sus discípulos”, con los cuales
solamente trató después de su resurrección. En seguida, para que sepas que no
sólo se hacían estos milagros en gracia de sus discípulos, añade: “Esto está
escrito, para que creáis que Jesús es Cristo Hijo de Dios”, cuyas palabras
están dirigidas generalmente a todos los hombres. Y para demostrar que la fe,
no sólo es útil a aquel que cree, sino también a nosotros mismos, añade: “Y
para que, creyendo, tengáis vida en su nombre”, esto es, en Jesucristo, porque
El es la vida.
29. Si alguno dijera, ojalá
hubiese vivido en aquellos tiempos, y hubiese visto al Señor haciendo milagros,
que se acoja a esta palabra: “Bienaventurados los que no vieron y creyeron”.
San Agustín, in Ioannem, tract., 121
19. Las puertas cerradas no podían
impedir el paso a un cuerpo en quien habitaba la Divinidad, y así pudo penetrar
las puertas El, que al nacer dejó inmaculada a su Madre.
20. Los clavos habían taladrado
las manos, la lanza había abierto el costado, y las heridas se conservaban para
curar el corazón de los que dudaran.
21. “Como el Padre me envió,
también yo os envío”. Nosotros reconocemos que el Hijo es igual al Padre, pero
en estas palabras reconocemos al Mediador, porque El se manifiesta diciendo:
“El a mí y yo a vosotros”.
22-23. La caridad de la Iglesia,
que por el Espíritu Santo se infunde en nuestros corazones, perdona los pecados
de los que son participantes de aquella, pero de aquellos que no lo son, los
retiene. Por eso, después que dijo “Recibid el Espíritu Santo”, habló a
continuación del perdón de los pecados y de su retención.
28. Tomás, viendo y tocando al
hombre, le confesaba Dios, a quien no veía ni tocaba. Pero por lo que veía y
tocaba, depuesta toda duda, creía; por eso sigue: “Respondió Tomás y le dijo:
Señor mío y Dios mío”.
29. No dice me tocaste, sino me
viste, porque el sentido de la vista se generaliza en los otros cuatro
sentidos; como cuando decimos: Oye, y verás qué bien suena; huele, y verás qué
bien sabe; toca, y verás qué buen temple. Por esto, al decir el Señor “Pon tu
dedo aquí, y mira mis manos” ¿qué otra cosa quiere decir sino toca y mira? Y
esto que él no tenía ojos en el dedo, pero bien sea mirando, bien tocando, le
dice: “Porque me viste, creíste”. Aunque pudiera decirse que el discípulo no se
hubiera atrevido a tocarle, cuando el Señor se ofreciera a ello.
Usó en sus palabras el tiempo de
pretérito, como si fuera ya hecho lo que conocía en su predestinación que había
de suceder.
San Agustín, varios
escritos
19. “Cerradas las puertas…” Hay
algunos que de tal manera se admiran de este hecho, que hasta corren peligro,
aduciendo contra los divinos milagros argumentos contrarios de razón. Arguyen,
pues, de este modo: Si el cuerpo que resucitó del sepulcro es el mismo que
estuvo suspendido de la cruz, ¿cómo pudo entrar por las puertas cerradas? Si
comprendieras el modo, no sería milagro. Donde acaba la razón, empieza la fe.
(in serm. Pasch)
19. ¿Me preguntas en qué consiste
la extensión del cuerpo de Jesús, habiendo entrado cerradas las puertas? Yo te
respondo: Si anduvo sobre el mar, ¿dónde está el peso de su cuerpo? El Señor lo
hizo como Señor. ¿Acaso porque resucitó dejó de serlo?
19. Es de creer que la claridad
con que resplandecerán los justos, como el sol en su resurrección, fue velada
en el cuerpo de Cristo resucitado a los ojos de los discípulos, porque la
debilidad de la mirada humana no la hubiese podido soportar, cuando debían
conocerle y oírle.
20.27 “Las manos y el costado…” No
sé cómo nos atrae de tal manera el amor a los bienaventurados mártires, que
desearíamos ver en el cielo las cicatrices que por el nombre de Cristo
recibieron en sus cuerpos, y quizá las veremos, pues no serán en ellos
deformidad, sino dignidad. Y aunque recibidas en sus cuerpos, brillarán en
ellos, no como hermosura corporal, sino como de heroísmo. Pero ni aunque haya
sido amputado algún miembro, aparecerán sin él en la resurrección, pues se les
tiene ofrecido que ni un cabello de su cabeza perecerá ( Lc 21,18). Y aun será
debido que en aquel nuevo reino aparezca la carne mortal con las señales de las
heridas de los miembros que, si bien cortados, no fueron perdidos, sino
restituidos, porque cualquier deformidad causada en el cuerpo, no será entonces
defecto, sino prueba de virtud. (De civ. Dei, 22, 19.20)
22-23. El soplo corporal de su
boca no fue la sustancia del Espíritu Santo, sino una conveniente demostración
de que el Espíritu Santo, no tan sólo procede del Padre, sino que también del
Hijo. ¿Quién será tan insensato que diga que el Espíritu Santo, dado por insuflación,
es diferente del que después de su resurrección envió a los Apóstoles? (De
Trin. 4, 20)
20.27 “Las manos y el costado…”
Podía, si hubiera querido, haber hecho desaparecer de su cuerpo resucitado y
glorificado todas las señales de sus heridas; pero El sabía por qué las
conservaba. Pues así como convenció a Tomás, que no creyó sin haber tocado y
visto, así las enseñará a sus enemigos, no para decirles como a Tomás: “Porque
viste, creíste”, sino para que, reprendiéndolos con la verdad les diga: He aquí
al hombre a quien crucificasteis; ved las heridas que le inferisteis; reconoced
el costado que alanceasteis; que por vosotros, y para vosotros fue abierto, y
sin embargo no quisisteis entrar. (De Symbolo)
San Gregorio, In
Evang. hom. 26
20. Y como a la vista de aquel
cuerpo vacilase la fe de los que le veían, les enseñó al momento las manos y el
costado. Sigue: “Y habiendo dicho esto”, etc.
21. Ciertamente el Padre envió al
Hijo, a quien constituyó Redentor del género humano por medio de la
encarnación. Así, dice: “Así como me envió el Padre, yo os envío”. Esto es, al
enviaros en medio del escándalo de la persecución, os amo con la misma caridad
que me amó el Padre, quien me envió a sufrir la pasión.
22-23. ¿Por qué, pues, lo da
primero a sus discípulos sobre la tierra, y después lo envía desde el cielo,
sino porque son dos los preceptos de la caridad, a saber, el amor de Dios y el
amor al prójimo? En la tierra se da el Espíritu de amor al prójimo, y desde el
cielo el Espíritu del amor a Dios. Pues así como es una la caridad y dos los
preceptos, así no es más que uno el Espíritu dos veces dado: el primero por el
Señor sobre la tierra, y después descendido del cielo. Porque en el amor del
prójimo se aprende cómo puede llegarse al amor de Dios.
Conviene saber que aquellos que
recibieron antes el Espíritu Santo para vivir inocentemente, y aprovechar a
otros en la predicación, lo recibieron visiblemente después de la resurrección
del Señor, no para convertir a pocos, sino a muchos; digno es, pues, de
considerarse cómo aquellos discípulos, llamados a tan pesado cargo de humildad,
fueron elevados al apogeo de tanta gloria. ¡He aquí que no sólo reciben la
seguridad de sí mismos, sino que también la magistratura del juicio supremo,
para que, haciendo las veces de Dios, retengan a unos sus pecados y los
perdonen a otros! En la Iglesia son ahora los Obispos los que ocupan su lugar y
la potestad de atar y desatar es la parte de gobierno que les corresponde.
¡Grande honor, pero pesada la carga de este honor! Duro es que el que no sabe
gobernar su vida se haga juez de la ajena.
24. “Tomás… no estaba con ellos”.
No fue casualidad que aquel discípulo elegido estuviese ausente, sino obra de
la divina clemencia, para que mientras el discípulo incrédulo palpaba en el
cuerpo de su Maestro las heridas, curara en nosotros las de nuestra
infidelidad. Más provechosa nos ha sido para nuestra fe la incredulidad de
Tomás, que la fe de todos los discípulos, porque mientras él, tocando, es
restablecido en la fe, nuestro espíritu se confirma en ella, deponiendo toda
duda.
27-28. El Señor ofreció su cuerpo,
que introdujo por puertas cerradas, para que le tocara. Con lo cual probó dos
milagros contrarios entre sí, si humanamente se considera: demostrar después de
su resurrección, que era incorruptible y palpable, pues lo que se toca es
necesariamente corruptible, y no es palpable lo que no se corrompe.
Incorruptible, pues, y palpable se mostró el Señor para probarnos que El
conservaba después de su resurrección la misma naturaleza que nosotros, y una
gloria diferente.
Pero como diga el Apóstol que la fe es
la sustancia de cosas que se esperan ( Heb 11,1), pero que no se ven
evidentemente, se deduce que, en las que están a la vista, no cabe fe, sino
conocimiento. Si, pues, Tomás vio y tocó, ¿por qué se le dice “Porque me viste,
creíste”? Pero una cosa vio y otra creyó; vio al hombre, y confesó a Dios.
Mucho alegra lo que sigue: “Bienaventurados los que no vieron y creyeron”. En
esta sentencia estamos especialmente comprendidos, porque Aquel a quien no
hemos visto en carne lo vemos por la fe, si la acompañamos con las obras, pues
aquel cree verdaderamente que ejecuta obrando lo que cree.
Alcuino
24. En griego, se llama Dídimo, en
latín, doble [ref] En griego, Didumoj, mellizo.[/ref] a causa de la vacilación
de su corazón en creer. También quiere decir abismo, porque penetró la
profundidad de los abismos de Dios.
Beda
19. Se ve la debilidad de los
Apóstoles en que estaban reunidos y con las puertas cerradas por temor a los
judíos, que habían sido antes el motivo de su dispersión. “Vino Jesús y se
presentó en medio de ellos”. El se les aparece a la caída de la tarde, porque
éste era el momento en que naturalmente debían tener más temor.
21. “Les dijo otra vez: la Paz con
vosotros…” La repetición es confirmación, y así repite, porque la virtud de la
caridad es doble, o porque El es quien hizo de dos cosas una ( Ef 2).
24. Se preguntará por qué refiere
el Evangelista que Tomás faltaba en aquel momento, cuando Lucas afirma que dos
discípulos que habían ido a Emaús, volvieron a Jerusalén, encontrando reunidos
a los doce. Pero es menester entender que medió cierto espacio de tiempo desde
la hora que se ausentó Tomás y la que estuvo Jesús en medio de ellos.
Teofilacto
19. O bien porque era cuando
debían estar todos reunidos. Cerradas, empero, las puertas, para demostrar que
resucitó del mismo modo cerrado con una losa el sepulcro.
28-29. Aquel que primero se había
mostrado infiel, después de tocar el costado del Señor se convierte en el mejor
teólogo, pues disertó sobre las dos naturalezas de Cristo en una sola persona
porque diciendo “Señor mío”, confesó la naturaleza humana y diciendo “Dios mío”
confesó la divina y un solo Dios y Señor.
Sigue: “Porque me viste, creíste”.
Sigue: “Porque me viste, creíste”.
“Dichosos los que no han visto y han creído”.
Esto se refiere a aquellos discípulos que sin tocar las llagas de los clavos ni
del costado creyeron.
Homilías para ciclos dominicales en que coincide este mismo Evangelio
San Cirilo de
Alejandría
Comentario: La
presencia de Cristo trae la paz
(Sobre el evangelio de san Juan, Lib.
12, cap. 1: PG 74, 703-706)
Los que gozan de la presencia de
Cristo, es lógico que estén tranquilos
Observa de qué modo Cristo, penetrando
milagrosamente a través de las puertas cerradas, demostró a sus discípulos que
era Dios por naturaleza, aunque no distinto del que anteriormente había
convivido con ellos; y mostrándoles su costado y las señales de los clavos puso
en evidencia que el templo que pendió de la cruz y el cuerpo que en él se había
encarnado, lo había él resucitado, después de haber destruido la muerte de la carne,
ya que él es la vida por naturaleza, y Dios.
Ahora bien, da la impresión de que fue
tal su preocupación por dejar bien sentada la fe en la resurrección de
la carne, que, no obstante haber llegado el tiempo de trasladar su
cuerpo a una gloria inefable y sobrenatural, quiso sin embargo aparecérseles,
por divina dispensación, tal y como era antes, no llegasen a pensar que ahora
tenía un cuerpo distinto de aquel que había muerto en la cruz. Que nuestros
ojos no son capaces de soportar la gloria del santo cuerpo —en el supuesto de
que Cristo hubiera querido manifestarla antes de subir al Padre— lo
comprenderás fácilmente si traes a la memoria aquella transfiguración operada
anteriormente en la montaña, en presencia de los santos discípulos.
Cuenta, en efecto, el evangelista san
Mateo que Cristo, tomando consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, subió a una
montaña y allí se transfiguró delante de ellos; que su rostro resplandecía como
el sol y que sus vestidos se volvieron blancos como la nieve; y que, no
pudiendo ellos soportar la visión, cayeron de bruces.
Así pues, por un singular designio,
nuestro Señor Jesucristo, antes de recibir la gloria que le era debida y
conveniente a su templo ya transfigurado, se apareció todavía en su primitiva
condición, no queriendo que la fe en la resurrección recayera en otra forma y
en otro cuerpo distinto de aquel que había asumido de la santísima Virgen, en
el cual además había muerto crucificado, según las Escrituras, ya que la muerte
sólo tenía poder sobre la carne, e incluso de la carne había sido expulsada.
Pues si no resucitó su cuerpo muerto, ¿dónde está la victoria sobre la muerte?
O ¿cómo podía cesar el imperio de la
corrupción, sino mediante una criatura racional, que hubiera pasado por la
experiencia de la muerte? No, cierto, mediante un alma o un ángel ni siquiera
por mediación del mismo Verbo de Dios. Y como la muerte sólo obtuvo poder sobre
lo que por naturaleza es corruptible, sobre eso mismo es justo pensar que debía
emplearse toda la virtualidad de la resurrección, a fin de derrocar el tiránico
poder de la muerte.
Por tanto, todo el que tenga un adarme
de sentido común contará entre los milagros del Señor el que entrara en la casa
estando las puertas cerradas. Saluda, pues, a los discípulos con estas
palabras: Paz a vosotros, designándose a sí mismo con el
nombre de «paz». En efecto, los que gozan de la presencia de Cristo, es lógico
que estén tranquilos y serenos. Es precisamente lo que Pablo deseaba a los
fieles, diciendo: Y la paz de Cristo, que sobrepasa todo juicio,
custodie vuestros corazones y vuestros pensamientos. Y la paz de
Cristo, que sobrepasa todo juicio, dice no ser otra que su Espíritu, el
cual colma de toda clase de bienes a quien participare de él.
San Agustín, obispo
Sermón: Las llagas de
Cristo
Sermón 88, 1-2: Edit Maurist t. 5
469-470
Liturgia de las Horas
Liturgia de las Horas
«Dichosos los que crean sin haber
visto» (Jn 20,29)
Gran mérito tiene nuestra fe
Del mismo Apóstol son estas palabras: Ya
no muere más, la muerte ya no tiene dominio sobre él. Todo esto es
bien conocido de vuestra fe. Pero debemos también saber que todos los milagros
que obró en los cuerpos tienen por blanco el hacernos llegar a lo que ni pasa
ni tendrá fin. Devolvió a los ciegos unos ojos que un día había de cerrar la
muerte; resucitó a Lázaro, que nuevamente debería morir. Y todo cuanto hizo por
la salud de los cuerpos, no lo hizo para hacerlos inmortales, bien que tuviera
la intención de otorgar incluso a los cuerpos, al final de los tiempos, la
salud eterna. Pero como no eran creídas las maravillas invisibles, quiso, por
medio de acciones visibles y temporales, levantar la fe hacia las cosas
invisibles.
Nadie, pues, diga, hermanos, que en la
actualidad ya no obra nuestro Señor Jesucristo los milagros que antes hacía y,
en consecuencia, prefiera los primeros tiempos de la Iglesia a los presentes;
pues en cierto lugar el mismo Señor pone a los que creen sin ver sobre los que
creyeron por haber visto. En efecto, la fe de los discípulos era por entonces
en tal modo vacilante, que, aun viendo resucitado al Maestro, necesitaron
palparle para creer.
No les bastó verlo con los propios
ojos: quisieron palpar con las manos su cuerpo y las cicatrices de las
recientes heridas; hasta el punto de que el discípulo que había dudado, tan
pronto como tocó y reconoció las cicatrices, exclamó: ¡Señor mío y Dios
mío! Aquellas cicatrices eran las credenciales del que había curado
las heridas de los demás.
¿No podía el Señor resucitar sin las
cicatrices? Sin duda, pero sabía que en el corazón de sus discípulos
quedaban heridas, que habrían de ser curadas por las cicatrices conservadas en
su cuerpo. Y ¿qué respondió el Señor al discípulo que, reconociéndole
por su Dios, exclamó: Señor mío y Dios mío? Le dijo: ¿Porque
me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto.
¿A quiénes llamó dichosos, hermanos,
sino a nosotros? Y no solamente a nosotros, sino a todos los que vengan después
de nosotros. Porque no mucho tiempo después, habiéndose alejado de sus ojos
mortales para fortalecer la fe en sus corazones, cuantos en adelante creyeron
en él, creyeron sin verle, y su fe tuvo gran mérito: para conquistar esa fe,
movilizaron únicamente su piadoso corazón, y no el corazón y la mano
comprobadora.
San Gregorio Magno,
papa
Homilía: Cuerpo
incorruptible y palpable
Hom. sobre los Evangelios (26 1-2: PL
76, 1197-1198)
Liturgia de las Horas
Liturgia de las Horas
El Señor ama a sus discípulos, y, sin
embargo, los envía al mundo a padecer
La primera cuestión que nos plantea la
lectura de este texto evangélico es ésta: ¿cómo puede ser real el cuerpo del
Señor después de la resurrección, si pudo entrar en la casa estando las puertas
cerradas? Pero hemos de tener en cuenta que las obras de Dios no serían
admirables, si fueran comprensibles para nuestra inteligencia; y que la fe no
tiene mérito alguno, si la razón humana le aporta las pruebas.
Pero estas mismas obras de nuestro
Redentor que en sí mismas son incomprensibles, debemos considerarlas a la luz
de otras situaciones suyas, para que las gestas más maravillosas hagan creíbles
las cosas sencillamente admirables. En efecto, aquel cuerpo del Señor que,
cerradas las puertas, entró adonde estaban los discípulos, es exactamente el
mismo cuerpo que, en el momento de su nacimiento, salió a los ojos de los
hombres del seno sellado de la Virgen. ¿Qué tiene, pues, de extraño el que
después de su resurrección, ya eternamente triunfante, entrara a través de las
puertas cerradas el que, viniendo para morir, salió del seno sellado de la
Virgen? Mas como quiera que ante aquel cuerpo visible dudaba la fe de quienes
lo contemplaban, enseguida les enseñó las manos y el costado; se prestó a que
palparan aquella carne, que había introducido a través de las puertas cerradas.
De un modo maravilloso e inestimable
nuestro Redentor, después de su resurrección, exhibió un cuerpo a la vez
incorruptible y palpable, a fin de que mostrándolo incorruptible invitara al
premio, y presentándolo palpable afianzara la fe. Se mostró, pues,
incorruptible y palpable, para dejar fuera de dudas que su cuerpo, después de
la resurrección, era de la misma naturaleza, pero de distinta gloria.
Y les dijo: Paz a vosotros.
Como mi Padre me ha enviado, así también os envío yo. Esto es: como el
Padre, que es Dios, me ha enviado a mí que soy Dios, así también yo, que soy
hombre, os envío a vosotros, que sois hombres. El Padre envió al Hijo y
determinó que se encarnara para la redención del género humano. Quiso
ciertamente que viniera al mundo a padecer, y sin embargo amó al Hijo a quien
mandó a la pasión. Asimismo a los apóstoles, que él eligió, el Señor
los envió al mundo no a gozar, sino —como él mismo fue enviado— a padecer. Y
así como el Hijo es amado por el Padre y no obstante es enviado a padecer, de
igual modo los discípulos son amados por el Señor y, sin embargo, son enviados
al mundo a padecer. Por eso dice: Como el Padre me ha enviado, así
también os envío yo; esto es, cuando yo os envío al torbellino de las
persecuciones, os estoy amando con el mismo amor con que el Padre me ama, quien
no obstante, me hizo venir a soportar los tormentos.
La palabra «enviar» puede entenderse
también de su naturaleza divina. En efecto, se dice que el Hijo es enviado por
el Padre, en cuanto que es engendrado por el Padre. En el mismo orden de cosas,
el mismo Hijo nos habla de enviarnos el Espíritu Santo que, siendo igual al
Padre y al Hijo, sin embargo no se encarnó. Dice en efecto: Cuando
venga el Paráclito, que os enviaré desde el Padre. Si, pues, debiéramos
interpretar la palabra «enviar» únicamente en el sentido de «encarnarse», en
modo alguno podría decirse del Espíritu Santo que sería «enviado», ya que nunca
se encarnó. Su misión se identifica con la procesión, por la que procede del
Padre y del Hijo. Por tanto, así como se dice del Espíritu que será enviado
porque procede, así también se dice correctamente del Hijo que es enviado, en
el sentido de que es engendrado.
San Gregorio Magno,
papa
Homilía: ¡Señor mío y
Dios mío!
Hom. sobre los evangelios, n. 26, 7-9:
PL 76,1201-1202
(Liturgia de las Horas, 3 de Julio)
(Liturgia de las Horas, 3 de Julio)
Tomás, uno de los Doce, llamado el
Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Sólo este discípulo estaba
ausente y, al volver y escuchar lo que había sucedido, no quiso creer lo que le
contaban. Se presenta de nuevo el Señor y ofrece al discípulo incrédulo su
costado para que lo palpe, le muestra sus manos y, mostrándole la cicatriz de
sus heridas, sana la herida de su incredulidad. ¿Qué es, hermanos muy amados,
lo que descubrís en estos hechos? ¿Creéis acaso que sucedieron porque sí todas
estas cosas: que aquel discípulo elegido estuviera primero ausente, que luego
al venir oyese, que al oír dudase, que al dudar palpase, que al palpar
creyese?
Todo esto no sucedió porque sí, sino
por disposición divina. La bondad de Dios actuó en este caso de un modo
admirable, ya que aquel discípulo que había dudado, al palpar las heridas del
cuerpo de su maestro, curó las heridas de nuestra incredulidad. Más provechosa
fue para nuestra fe la incredulidad de Tomás que la fe de los otros discípulos,
ya que, al ser él inducido a creer por el hecho de haber palpado, nuestra
mente, libre de toda duda, es confirmada en la fe. De este modo, en efecto,
aquel discípulo que dudó y que palpó se convirtió en testigo de la realidad de
la resurrección.
Palpó y exclamó: “¡Señor mío y
Dios mío!” Jesús le dijo: “¿Porque me has visto has creído?” Como
sea que el apóstol Pablo dice: La fe es seguridad de lo que se espera y
prueba de lo que no se ve, es evidente que la fe es la plena convicción de
aquellas realidades que no podemos ver, porque las que vemos ya no son objeto
de fe, sino de conocimiento. Por consiguiente, si Tomás vio y palpó, ¿cómo es
que le dice el Señor: Porque me has visto has creído? Pero es que
lo que creyó superaba a lo que vio. En efecto, un hombre mortal no puede ver la
divinidad. Por esto, lo que él vio fue la humanidad de Jesús, pero confesó su
divinidad al decir: ¡Señor mío y Dios mío! Él, pues, creyó,
con todo y que vio, ya que, teniendo ante sus ojos a un hombre verdadero, lo
proclamó Dios, cosa que escapaba a su mirada.
Y es para nosotros motivo de alegría lo
que sigue a continuación: Dichosos los que crean sin haber visto.
En esta sentencia el Señor nos designa especialmente a nosotros, que lo
guardamos en nuestra mente sin haberlo visto corporalmente. Nos designa a
nosotros, con tal de que las obras acompañen nuestra fe, porque el que cree de
verdad es el que obra según su fe. Por el contrario, respecto de aquellos que creen
sólo de palabra, dice Pablo: Hacen profesión de conocer a Dios, pero
con sus acciones lo desmienten. Y Santiago dice: La fe sin obras es
un cadáver.
San Basilio de
Seleucia
Sermón: Creer sin
haber visto
Para el día de Resurrección
«Si no veo… no creeré» (cf. Jn 20,25)
Escondidos en una casa, los apóstoles
ven a Cristo; entra, con todas las puertas cerradas. Pero Tomás, ausente
entonces, cierra sus oídos y quiere abrir sus ojos… Deja estallar su
incredulidad, confiando así en que su deseo será concedido. “Mis dudas
desaparecerán en cuanto lo vea”, dice. “Pondré mi dedo en las marcas de los
clavos, y estrecharé al Señor al que tanto deseo. Que censure mi falta de fe,
pero que me colme con su vista. Ahora soy descreído, pero después de verlo,
creeré. Creeré cuando lo abrace y lo contemple. Quiero ver sus manos
agujeradas, que han curado las manos maléficas de Adán. Quiero ver su
costado, que cazó a la muerte del costado del hombre. Quiero ser testigo del
Señor y el testimonio de otro no me basta. Lo que contáis exaspera mi
impaciencia. La buena noticia que me dais, sólo aumenta mi turbación. No curaré
este dolor, si no le toco con mis manos.”
El Señor se vuelve a aparecer y disipa
al mismo tiempo la tristeza y la duda de su discípulo. ¿Qué digo? No disipa su
duda, colma su espera. Entra, con todas las puertas cerradas.
«Trae tu dedo, aquí tienes mis manos
con la señal de los clavos». Me buscabas cuando no estaba aquí; aprovéchate
ahora. Conozco tu deseo a pesar de tu silencio. Antes que me lo digas, sé lo que
piensas. Te he oído hablar y, aunque invisible, estaba junto a ti,
junto a tus dudas, sin dejarme ver; te he hecho esperar para percibir
mejor tu impaciencia. «Mete tu dedo en la señal de mis clavos. Mete tu mano en
mi costado, y no seas incrédulo sino creyente».
Tomás le toca y cae toda su
desconfianza; lleno de una fe sincera y de todo el amor que debe a Dios,
exclama: «¡Señor mío y Dios mío!». Y el Señor le dice: «¿Por qué me has visto
has creído? Dichosos los que crean sin haber visto». Tomás, lleva la nueva de
mi resurrección a los que no me han visto. Arrastra a toda la tierra a
creer no lo que ven, sino a tu palabra. Recorre pueblos y ciudades
lejanas. Enséñales a llevar sobre sus hombros, no las armas, sino la cruz. No
ceses de anunciarme: creerán y me adorarán. No exigirán otras pruebas. Diles
que son llamados por la gracia, y tú, contempla su fe: ¡Dichosos, en verdad,
los que crean sin haber visto».
Este es el ejército seducido por el
Señor; estos son los hijos de la piscina bautismal, las obras de la gracia, la
cosecha del Espíritu. Han seguido a Cristo sin haberle visto, le han buscado y
han creído. Le han reconocido con los ojos de la fe, no con los del cuerpo. No
han puesto su dedo en las marcas de los clavos, sino que se han unido a su cruz
y han abrazado sus sufrimientos. No han visto el costado abierto del Señor,
pero por la gracia han llegado a ser miembros de su cuerpo y han hecho suya su
palabra: «¡Dichosos los que crean sin haber visto!»
San Pedro Crisólogo
Sermón: Beneficios de
la incredulidad de Tomás
Serm. 84 : PL 52, 438
El Testimonio de Tomás
¿Por qué Tomás busca pruebas para su
fe? A su amor, hermanos, le habría gustado que después de la resurrección del
Señor la falta de fe no le dejara a nadie con duda. Pero Tomás no
llevaba solo la incertidumbre de su corazón, sino la de todos los hombres. Y
antes de predicar la resurrección a las naciones, busca, un buen obrero, sobre
el que fundará un misterio que pide tanta fe.
Y el Señor muestra a todos los
Apóstoles esto que Tomás había pedido. Jesús viene y le enseña sus manos y su
costado (Jn 20,19-20). En efecto, el que entra, cuando las puertas estaban
cerradas, puede ser tomado por los discípulos, por un espíritu si no había
podido mostrarles que no era otro sino él, siendo las heridas el signo
de su Pasión. En seguida, se acerca a Tomás y le dice: “Trae tu mano y
métela en mi costado y no seas incrédulo sino creyente. Que estas
heridas que tu abres ahora, dejen fluir la fe por todo el universo, ellas que
ya han vertido el agua del bautismo y la sangre del rescate” (Jn 19,34).
Tomás responde: “Señor mío y Dios mío”.
Que los incrédulos vengan y lo entiendan y, como dice el Señor, que no sean más
incrédulos sino creyentes. Tomás manifiesta y proclama que lo que ve, no es
solo un cuerpo humano, sino también que por la Pasión de su cuerpo de carne,
Cristo es Dios y Señor. Es verdaderamente Dios quien sale vivo de la muerte y
el que resucita de su herida.
Benedicto XVI, papa
Catequesis (2012):
Nos recrea y nos envía
Audiencia general, 11-04-2012
Después de las solemnes celebraciones
de la Pascua, nuestro encuentro de hoy está impregnado de alegría espiritual.
Aunque el cielo esté gris, en el corazón llevamos la alegría de la Pascua, la
certeza de la Resurrección de Cristo, que triunfó definitivamente sobre la
muerte. Ante todo, renuevo a cada uno de vosotros un cordial deseo pascual: que
en todas las casas y en todos los corazones resuene el anuncio gozoso de la
Resurrección de Cristo, para que haga renacer la esperanza.
En esta catequesis quiero mostrar la
transformación que la Pascua de Jesús provocó en sus discípulos. Partimos de la
tarde del día de la Resurrección. Los discípulos están encerrados en casa por
miedo a los judíos (cf. Jn 20, 19). El miedo oprime el
corazón e impide salir al encuentro de los demás, al encuentro de la vida. El
Maestro ya no está. El recuerdo de su Pasión alimenta la incertidumbre. Pero
Jesús ama a los suyos y está a punto de cumplir la promesa que había
hecho durante la última Cena: «No os dejaré huérfanos, volveré a
vosotros» (Jn 14, 18) y esto lo dice también a nosotros, incluso en
tiempos grises: «No os dejaré huérfanos». Esta situación de angustia de los
discípulos cambia radicalmente con la llegada de Jesús. Entra a pesar de estar
las puertas cerradas, está en medio de ellos y les da la paz que tranquiliza: «Paz
a vosotros» (Jn 20, 19). Es un saludo común que,
sin embargo, ahora adquiere un significado nuevo, porque produce un cambio
interior; es el saludo pascual, que hace que los discípulos superen todo miedo. La
paz que Jesús trae es el don de la salvación que él había prometido durante sus
discursos de despedida: «La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy como la da
el mundo. Que no se turbe vuestro corazón ni se acobarde» (Jn 14,
27). En este día de Resurrección, él la da en plenitud y esa paz se convierte
para la comunidad en fuente de alegría, en certeza de victoria, en seguridad
por apoyarse en Dios. También a nosotros nos dice: «No se turbe vuestro corazón
ni se acobarde» (Jn 14, 1).
Después de este saludo, Jesús
muestra a los discípulos las llagas de las manos y del costado (cf.Jn 20,
20), signos de lo que sucedió y que nunca se borrará: su humanidad
gloriosa permanece «herida». Este gesto tiene como finalidad confirmar
la nueva realidad de la Resurrección: el Cristo que ahora está entre
los suyos es una persona real, el mismo Jesús que tres días antes fue clavado
en la cruz. Y así, en la luz deslumbrante de la Pascua, en el encuentro
con el Resucitado, los discípulos captan el sentido salvífico de su pasión y
muerte. Entonces, de la tristeza y el miedo pasan a la alegría plena. La
tristeza y las llagas mismas se convierten en fuente de alegría. La
alegría que nace en su corazón deriva de «ver al Señor» (Jn 20,
20). Él les dice de nuevo: «Paz a vosotros» (v. 21). Ya es evidente
que no se trata sólo de un saludo. Es un don, el don
que el Resucitado quiere hacer a sus amigos, y al mismo tiempo es una
consigna: esta paz, adquirida por Cristo con su sangre, es para ellos
pero también para todos nosotros, y los discípulos deberán llevarla a todo el
mundo. De hecho, añade: «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo»
(ib.). Jesús resucitado ha vuelto entre los discípulos para enviarlos.
Él ya ha completado su obra en el mundo; ahora les toca a ellos sembrar
en los corazones la fe para que el Padre, conocido y amado, reúna a todos sus
hijos de la dispersión. Pero Jesús sabe que en los suyos hay aún mucho
miedo, siempre. Por eso realiza el gesto de soplar sobre ellos y los
regenera en su Espíritu (cf. Jn 20, 22); este
gesto es el signo de la nueva creación. Con el don del Espíritu Santo
que proviene de Cristo resucitado comienza de hecho un mundo nuevo. Con el
envío de los discípulos en misión se inaugura el camino del pueblo de la nueva
alianza en el mundo, pueblo que cree en él y en su obra de salvación, pueblo
que testimonia la verdad de la resurrección. Esta novedad de una vida
que no muere, traída por la Pascua, se debe difundir por doquier, para que las
espinas del pecado que hieren el corazón del hombre dejen lugar a los brotes de
la Gracia, de la presencia de Dios y de su amor que vencen al pecado y a la
muerte.
Queridos amigos, también hoy el
Resucitado entra en nuestras casas y en nuestros corazones, aunque a veces las
puertas están cerradas. Entra donando alegría y paz, vida y esperanza,
dones que necesitamos para nuestro renacimiento humano y espiritual. Sólo él
puede correr aquellas piedras sepulcrales que el hombre a menudo pone sobre sus
propios sentimientos, sobre sus propias relaciones, sobre sus propios
comportamientos; piedras que sellan la muerte: divisiones, enemistades,
rencores, envidias, desconfianzas, indiferencias. Sólo él, el Viviente, puede
dar sentido a la existencia y hacer que reemprenda su camino el que está
cansado y triste, el desconfiado y el que no tiene esperanza.
[…] En conclusión, la experiencia
de los discípulos nos invita a reflexionar sobre el sentido de la Pascua para
nosotros. Dejémonos encontrar por Jesús resucitado. Él, vivo y verdadero,
siempre está presente en medio de nosotros; camina con nosotros para guiar
nuestra vida, para abrirnos los ojos. Confiemos en el Resucitado, que tiene el
poder de dar la vida, de hacernos renacer como hijos de Dios, capaces de creer
y de amar. La fe en él transforma nuestra vida: la libra del miedo, le da una
firme esperanza, la hace animada por lo que da pleno sentido a la existencia,
el amor de Dios. Gracias.
Extrido de http://www.deiverbum.org
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