10 de febrero de 2020








LA LECTIO DIVINA COMO ESCUELA DE ORACIÓN EN LOS PADRES DEL DESIERTO[1]

La Escritura, escuela de vida

La vocación de Antonio, como ha sido descrita por Atanasio en su Vita Antonii, es muy conocida. Un día el joven Antonio, formado en una familia cristiana de la Iglesia de Alejandría (o en todo caso de la región de Alejandría), y que había escuchado leer las Escrituras desde su infancia, entra en la iglesia y se siente especialmente “tocado” por el pasaje evangélico que escucha leer: se trata del relato de la vocación del joven rico: "Si quieres ser perfecto, ve, vende cuanto tienes, dalo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo. Tú ven y sígueme." (Mt. 19, 21; Vit. Ant. 2)
Sin duda Antonio ha escuchado antes muchas veces este texto; pero este día el mensaje lo toca de lleno y él lo recibe como una llamada personal. Lo pone en práctica, pues, vende la propiedad familiar -bastante importante - y reparte a los pobres el resultado de la venta, reservando justamente lo que necesita para ocuparse de su joven hermana cuya responsabilidad le compete.
Un poco más tarde, entrando de nuevo en la iglesia, escucha otro texto del Evangelio que le impresiona tanto como el primero: "No os preocupéis por el mañana" (Mt. s, 34; Vit. Ant. 3). Este texto también lo alcanza en pleno corazón, como una llamada personal. Confía entonces su hermana a una comunidad de vírgenes, (tales comunidades existían desde hacía mucho tiempo), se desprende de todo lo que le queda y emprende la vida ascética cerca de su pueblo, haciéndose guiar por los ascetas de la región.
Este relato es una muestra elocuente del sentido que tenía la Escritura para los Padres del Desierto. Era desde el principio escuela de vida. Y porque era escuela de vida era igualmente escuela de oración entre hombres y mujeres que aspiraban a hacer de su vida una oración continua como pretende la Escritura.
Los Padres del Desierto deseaban vivir fielmente todos los preceptos de la Escritura. Y, en la Escritura, el único precepto concreto que encontraban sobre la frecuencia de la oración no era que se debía orar a tal o tal ora del día o de la noche, sino que era necesario orar sin cesar.
Atanasio escribe de Antonio: (Vit. Ant. 3): "Trabajaba con sus manos, pues había escuchado: El que no trabaja, que no coma (2 Tes. 3, 10). Con una parte de su ganancia compraba pan, y distribuía el resto entre los necesitados. Oraba continuamente, habiendo aprendido que es necesario orar sin cesar en la intimidad. Antonio estaba tan atento a la lectura que nada se le escapaba de las Escrituras, tanto que la memoria le hacía las veces de los libros".
Se debe subrayar seguidamente en el texto de Atanasio, que la oración continua se acompaña de otras actividades, en particular del trabajo. He citado ese texto según la traducción de Benoit Lavaud, pero la traducción "estaba tan atento a la lectura que nada se le escapaba de Las Escrituras" es ambigua. Se puede entender fácilmente que quiere decir “estaba tan atento a hacer su lectura”... cuando el sentido del original griego es: “escuchaba la lectura con una atención tal...” como por su parte lo había entendido Evagrio en su traducción latina: “auditioni Scriptuarum ita studium commodabat...” (Escuchaba las Escrituras con un cuidado tal).
Evidentemente, no se puede hablar de la Escritura como escuela de oración en los Padres del Desierto, sin referirse a las dos admirables Conferencias que Casiano ha dedicado explícitamente a la oración, las dos atribuidas a Abba Isaac, la IX y la X.
El principio fundamental está dado de entrada al principio de la Conf.IX: “El fin único del monje y la perfección del corazón consisten en la perseverancia ininterrumpida en la oración”. E Isaac explica que todo el resto de la vida monástica, la ascesis y la práctica de las virtudes no tienen otro sentido ni más razón de ser que conducir a este fin.

¿Qué significa “lectio divina”?

Antes de pasar adelante, quiero precisar rápidamente que cuando hable de la lectio divina en los Padres del Desierto en esta conferencia, no entenderé la expresión lectio divina en el sentido técnico (y reductor) que se le ha dado en la literatura espiritual y monástica de las últimas décadas.
La palabra latina lectio en su acepción primaria, significa enseñanza, lección. En sentido secundario y derivado, lectio puede designar también el texto o el conjunto de textos que transmiten esta enseñanza. Así, se habla de lecciones (lectiones) de la Escritura leídas durante la liturgia. En fin, en un sentido más derivado todavía, y más tardío, lectio puede querer decir también “lectura”.
Es en este último sentido en el que se entiende esta expresión hoy. En nuestros días, en efecto, se habla de lectio divina como de una observancia determinada, y se nos dice que se trata de una forma de lectura diferente de todas las demás y que, por encima de todo, es preciso no confundir la verdadera lectio divina con otras formas de simple “lectura espiritual”. Es una visión completamente moderna que, como tal, representa una concepción extraña a los Padres del Desierto, y sobre la que volveré en breve.
Si se consulta el conjunto de la literatura latina primitiva, se constata que cada vez que se encuentra la expresión lectio divina entre los escritores latinos anteriores a la Edad Media, esta expresión designa la Sagrada Escritura misma, y no una actividad humana sobre ella. Lectio divina es sinónimo de sacra página. Así se dice que la lectio divina nos enseña tal o cual cosa; que debemos leer atentamente la lectio divina, que el Divino Maestro, en la lectio divina nos recuerda tal o cual exigencia, etc.
Ejemplos:
Cipriano: "Sit in manibus divina lectio", (De zelo et livore, cap 16)
Ambrosio: “ut divinae lectionis exemplo utamur”, (De bono mortis, cap.1, par.2)
Agustín: “aliter invenerit in lectione divina”, (Enarr. in psalmos, ps.36, serm. 3, par.1)
Este es el único sentido que tenía la expresión lectio divina en la época de los Padres del Desierto. Este es, pues, el sentido en el que yo la emplearé en esta conferencia, excepto cuando haga alusión al enfoque contemporáneo. No hablaré de una observancia particular que tiene por objeto la Escritura, sino de la Escritura misma como Escuela de vida y, por tanto, Escuela de oración de los primeros monjes.

Lectura

Hablar de “lectura” de la Escritura en los Padres lleva, sin embargo, a confusión. La lectura propiamente dicha, como se entiende hoy, debía ser en resumidas cuentas bastante rara. Los monjes pacomianos, por ejemplo, que venían en su mayor parte del paganismo, debían, desde su llegada al monasterio, aprender a leer si no sabían, a fin de poder aprender la Escritura. Un texto de la Regla dice que no debe haber nadie en el monasterio que no sepa de memoria al menos el Nuevo Testamento y los Salmos. Pero, una vez memorizados, estos textos se convierten en objeto de una “meleté”, de una neditatio o ruminatio continua a lo largo de toda la jornada y de una gran parte de la noche, tanto en privado como en la synaxis. Esta ruminatio de la Escritura es concebida no como una oración vocal, sino más bien como un contacto constante con Dios a través de su Palabra. Una atención constante que llega a convertirse en oración constante.
Un relato de los apotegmas expresa bien esta importancia relativa de la lectura con relación a la importancia absoluta del contenido de la Escritura.
Un día de frío intenso, Serapión encuentra en Alejandría un pobre completamente desnudo. Piensa: 'Este es Cristo, y yo soy un homicida si muere antes de que haya intentado ayudarle'. Serapión se quita entonces todos sus vestidos y los da al pobre, quedándose desnudo en la calle, con solo un Evangelio bajo el brazo, único objeto conservado... Un viandante que lo conocía, le pregunta: 'Abba Serapión, ¿quién te ha quitado tus vestidos?' Y Serapión, mostrando su Evangelio responde: 'He aquí el que me ha quitado mis vestidos'. Serapión sigue su camino y ve un hombre conducido a la cárcel porque no puede pagar una deuda. Lleno de compasión le da su Evangelio, a fin de que, vendiéndolo, pueda saldar lo que debe. Cuando, sin duda tiritando, Serapión vuelve a su celda, su discípulo le pregunta dónde está su túnica, le responde que la ha enviado allí donde era más necesaria que sobre su cuerpo. A la segunda demanda de su discípulo: 'Y, ¿dónde está tu Evangelio?', Serapión responde: “He vendido al que me decía continuamente: Vende tus bienes y dalos a los pobres (Lc.12, 33); lo he dado a los pobres, a fin de lograr una confianza mayor el día del juicio (Pat. Arm. 13,8, R:III, 189).
Como hemos visto al principio, Antonio, cristiano de nacimiento, ha sido convertido a la vida ascética por la lectio divina, o la sacra pagina, proclamada en la comunidad eclesial local, en el curso de la celebración litúrgica.
Pacomio, que procedía de una familia pagana del Alto Egipto, también fue convertido por la Escritura, pero por la Escritura interpretada y encarnada en la vida concreta de una comunidad cristiana que vivía del Evangelio, la de Latópolis. Conocéis la historia: El joven Pacomio ha sido reclutado por la armada romana y con los demás reclutas es conducido en barco hacia Alejandría. Una tarde el navío se detiene en Latópolis y los reclutas son custodiados en la cárcel: los cristianos del lugar les llevan entonces víveres y bebidas. Es el primer encuentro de Pacomio con el cristianismo.
Para Antonio, representante por excelencia del anacoretismo, como para Pacomio, representante del cenobitismo, la Escritura es, ante todo Regla de vida. Es también la única verdadera Regla del monje. Ni Antonio ni Pacomio han escrito una Regla en el sentido que se entenderá en la tradición monástica después de ellos, aunque cierto número de reglamentos prácticos de Pacomio y de sus sucesores hayan sido reunidos con el nombre de “Regla de Pacomio”.

La Escritura como única “regla” del monje

A un grupo de hermanos que querían una "palabra" de Antonio, este les respondió: ¿Habéis escuchado la Escritura? esta os es muy conveniente". (Reparad en la palabra: “escuchado” --èkousate)(Ant. 19).
Alguien pregunta a Antonio: “¿Qué debo hacer para agradar a Dios?”. El Anciano responde: “Observa lo que te voy a recomendar: donde quiera que te encuentres, ten siempre a Dios ante tus ojos; hagas lo que hagas, actúa según el testimonio de las Escrituras”. (Ant. 3).
Subrayemos, en primer lugar, tres cosas en este breve apotegma. Primeramente, el monje que interroga a Antonio no busca una enseñanza teórica y abstracta. Su pregunta, como la del joven rico del Evangelio, es muy concreta. “¿Qué debo hacer? – “Qué debo hacer para agradar a Dios?” (Esta es, por otra parte, una actitud que se encuentra constantemente en los apotegmas). La respuesta de Antonio es doble: Se agrada a Dios si se le tiene siempre ante los ojos, es decir, si se vive constantemente en su presencia -- lo cual es propiamente la idea que tienen los Padres del Desierto de la oración continua; y esto es posible si se deja guiar por las Escrituras. Antonio no habla aquí de lectura o de meditación de la Escritura, sino de hacer todo según el testimonio de las Escrituras.
Un día, Teodoro, el discípulo preferido de Pacomio, pregunta a este con fervor de neófito, cuántos días se debe ayunar durante la Pascua, es decir, durante la Semana Santa. (La regla de la Iglesia y la costumbre generalizada era hacer un ayuno total durante el Viernes y el Sábado Santos; pero algunos pasaban tres o cuatro días sin comer nada). Pacomio le recomienda atenerse a la Regla de la Iglesia, que exige guardar un ayuno absoluto sólo durante los dos últimos días, a fin, dice él, de tener fuerzas para cumplir sin desfallecer las cosas que nos mandan las Escrituras: la oración continua, las vigilias, las recitaciones de la ley de Dios y el trabajo manual.
Lo verdaderamente importante para los Padres del Desierto, no es leer la Biblia, sino vivirla. Evidentemente, para vivirla es preciso conocerla. Y, como todo cristiano, el monje aprendía la Escritura, en primer lugar, escuchando su proclamación en la asamblea litúrgica. Así aprendía de memoria partes importantes de la Escritura a fin de poderla rumiar a lo largo de la jornada. En fin, algunos tenían acceso a los manuscritos de la Escritura y podían hacer una lectura privada. Esta lectura privada no era más que una forma entre otras, y no necesariamente la más importante, de dejarse interpelar constantemente por la Palabra de Dios.

La hermenéutica del Desierto

Algunos de los relatos que he mencionado nos dejan entrever las líneas-fuerza de lo que se podría llamar la hermenéutica de los Padres del Desierto -- una hermenéutica que, bien seguro, jamás será formulada en forma de principios abstractos, pero que no por ello deja de serlo. Los grandes maestros de la hermenéutica moderna, que consideran toda interpretación como un diálogo entre el texto y el lector o el auditor, y para quien toda interpretación debe llevar a una transformación o a una conversión, no han inventado nada. Han formulado una realidad que los Padres del Desierto han vivido, sin poder formularla, cierto, -- o en todo caso sin preocuparse de formularla.
En el desierto, la Escritura es constantemente interpretada. Esta interpretación no se expresa en forma de comentarios y homilías, sino en acciones y gestos, en una vida de santidad transformada por el diálogo constante del monje con la Escritura. Los textos no dejan de ser, cada vez más significativos, no solamente para los que los leen o los escuchan, sino también para quienes encuentran a esos monjes que han encarnado esos textos en su vida. El hombre de Dios que ha asimilado Su palabra ha llegado a ser un nuevo “texto”, y un nuevo objeto de interpretación. Es, por otra parte, en este contexto donde hay que entender el hecho de que en el desierto la palabra del Anciano es considerada con el mismo poder que la Palabra de la Escritura.
He citado ya el apotegma de Antonio en el que responde a los hermanos: “¿Habéis escuchado la Escritura? esta os es muy conveniente”. De hecho, los hermanos no quedaron muy satisfechos con esta respuesta y le dijeron: “Padre, queremos también una palabra tuya”. Entonces, Antonio les dijo: “El Evangelio dice: si alguno te golpea en la mejilla derecha, preséntale también la otra”. Ellos replicaron: “Nosotros no podemos hacer eso”. El Anciano le dijo: “Si no podéis presentar la otra, soportad al menos que se os pegue sobre una mejilla” – “No podemos tampoco eso” – “Si no podéis eso, respondió Antonio, no devolváis el mal que habéis recibido”. Ellos dijeron: “No podemos”. Entonces, el Anciano dijo a su discípulo: “Prepárales una pequeña papilla de harina pues están enfermos. Si no podéis con esto y no queréis hacer esto, ¿qué puedo hacer yo por vosotros? Tenéis necesidad de oraciones”.

Hijos de la Iglesia de Egipto y de Alejandría

Por otra parte, esta manera de concebir la Escritura como Regla de vida no era exclusiva de los monjes. No debemos olvidar que los Padres del Desierto que nos son conocidos a través de los Apotegmas, la literatura pacomiana, Paladio y Casiano, etc. son ante todo los monjes egipcios de finales del siglo III y de principios del IV. Estos monjes son hijos de la Iglesia. Pertenecían a una Iglesia muy concreta, la de Egipto, formada en la tradición espiritual de Alejandría.
El mito según el cual la mayor parte de los primeros monjes, comenzando por Antonio, eran analfabetos e ignorantes, no resiste ya a la crítica. Muchos estudios recientes, en particular los de Samuel Rubenson sobre las Cartas de Antonio, han demostrado que Antonio y la mayor parte de los monjes del desierto de Egipto habían asimilado la enseñanza espiritual de la Iglesia de Alejandría, que estaba marcada todavía por la enseñanza de los grandes maestros de la Escuela de Alejandría, y en particular por el impulso místico que le había dado su maestro más ilustre, el gran Orígenes.
La Iglesia de Alejandría, había nacido desde la primera generación cristiana en el seno de una diáspora judía muy cultivada, contaba, según Plinio, alrededor del millón de miembros; esto explica que esta Iglesia de Alejandría y de Egipto tuviera desde su origen una orientación judío-cristiana muy marcada. Explica a la vez igualmente su apertura a la tradición escrituraria y mística que había marcado las Iglesias Judío-cristianas desde las primeras generaciones de cristianos.
La Escuela del Desierto es, desde muchos puntos de vista, la réplica en la soledad de la Escuela de Alejandría en la que se sabía que Orígenes había vivido con sus discípulos una existencia monástica anticipada, completamente centrada sobre la Palabra de Dios. Según una hermosa descripción perteneciente a Jerónimo, esta existencia era una alternancia continua que iba de la oración a la lectura y de la lectura a la oración, tanto de noche como de día. (Carta a Marcela 43,1; PL 22:478: Hoc diebus egisse et noctibus, ut et lectio orationem exciperet, et oratio lectionem)
Por lo demás, esto no era exclusivo de Egipto. Casi en la misma época, Cipriano de Cartago formulaba una regla que sería citada después por casi todos los Padres latinos: "Ora asiduamente o lee; en algunos momentos habla a Dios, en otros escucha lo que Dios te dice" (Carta 1,15; PL 4:221 B: Sit tibi vel oratio assidua vel lectio: nunc cum Deo loquere, nunc Deus tecum -- que se convertirá en la fórmula clásica: “cuando oras, hablas a Dios, cuando lees, Dios te habla”).
Si no todos los monjes de Egipto eran Evagrio y si pocos de ellos han debido leer a Orígenes en sus textos, no es menos verdad que han sido formados en la espiritualidad cristiana por la enseñanza de pastores que permanecían fuertemente influenciados por la orientación que Orígenes había dado a la Iglesia de Alejandría a través de la Escuela que había dirigido durante muchos años.
Esto explica la sólida espiritualidad bíblica del monaquismo primitivo. Se podría objetar, sin embargo, que las citas bíblicas son, en suma, bastante escasas en los Apotegmas, aunque sean mucho más numerosas en la literatura pacomiana. La respuesta es que la Escrituraestaba tan impresa en la forma de vida de los ascetas, que era superfluo citarla en pasajes. Monje pneumatóforo era el que vivía según las Escrituras, el que estaba lleno del mismo Espíritu que había inspirado las Escrituras. (Se estaba lejos entonces de la costumbre moderna que pretende que una afirmación, una enseñanza no sea tomada en serio, si no va arropada por una nota al pie de página, indicando todas las personas que han dicho lo mismo antes que nosotros).
La tradición de lo que ahora se llama lectio divina, es decir, el cuidado de dejarse interpelar y transformar por el fuego de la Palabra de Dios, no se comprendería sin su conexión, más allá del monaquismo primitivo, con la tradición de la ascesis cristiana de los tres primeros siglos y también con su raigambre en la tradición de Israel.
En la catequesis recibida en su Iglesia local, el monje ha aprendido que ha sido creado a imagen de Dios, que esta imagen ha sido deformada por el pecado y que debe ser restaurada. Por eso debe dejarse transformar y reconfigurar a imagen de Cristo. Por la acción del Espíritu Santo y por su vivir según el Evangelio, su semejanza con Dios es gradualmente restaurada y puede conocer a Dios.
El objetivo de la vida del monje, tal como lo ha expresado Casiano, es la oración continua, que él describe como una atención constante a la presencia de Dios, que se realiza a través de la pureza de corazón. A esta se llega, no a través de tal o cual observancia, tampoco a través de la lectura o la meditación de la Escritura, sino dejándose transformar por ella.
El contacto con la Palabra de Dios - poco importa que ese contacto sea a través de la lectura litúrgica, la enseñanza de un padre espiritual, la lectura privada del texto, o la simple "rumia" de un versículo o de algunas palabras aprendidas de memoria - es el punto de partida de un diálogo con Dios. Este diálogo se establece y se prosigue en la medida en que el monje ha alcanzado una cierta pureza de corazón, una simplicidad de corazón y de intención, y también en la medida en que ha puesto en práctica los medios para llegar a esta pureza de corazón y para mantenerla. Ese diálogo, en el curso del cual la Palabra interpela sin cesar al monje a la conversión, mantiene esa atención continua a Dios que los Padres consideran como una oración continua y que es el objetivo de su vida.
Para los monjes del desierto, la lectura de la Palabra de Dios no es simplemente un religioso ejercicio de lectio que prepara gradualmente el espíritu y el corazón a la meditatio y después a la oratio, en la esperanza de poder alcanzar también la contemplatio (...si es posible antes que haya terminado la media hora o la hora de lectio). Para los monjes del desierto el contacto con la Palabra es el contacto con el fuego que arde, que perturba y que llama violentamente a la conversión. El contacto con la Escritura no es para ellos un método de oración; es un encuentro místico. Y a menudo este encuentro les da miedo, tan conscientes son de sus exigencias!

Círculo hermenéutico

La Escritura adquiere constantemente un sentido nuevo cada vez que se la lee. También en esto la hermenéutica moderna recoge las intuiciones de los Padres del Desierto: Estos se encontrarían bastante de acuerdo con la afirmación de San Agustín: "Ayer has comprendido un poco; hoy comprendes más; mañana comprenderás más todavía: la luz misma de Dios se hace más fuerte en ti (In Ioh. tract. 14,5, CCL 36, p.144, líneas 34-36)
Para los monjes del desierto, las palabras de la Escritura (como, por lo demás, igualmente las de los Ancianos), trascienden la dimensión limitada del “acontecimiento” en el que eran primeramente encontradas y del que recibían su significado. Estas “palabras” proyectan un “mundo de sentidos” en el que intentan penetrar. La llamada a vender todo, a dar el fruto de la venta a los pobres, a seguir el Evangelio (Mt 12, 91), la exhortación a no dejar jamás que el sol se ponga sobre su cólera (Ef.4, 25), el mandamiento de amar; todos estos textos han formado la vida de los Padres del Desierto de una manera particular y han proyectado un “mundo de sentidos” al que ellos se han esforzado por entrar, por aproximarse. La santidad en el desierto consistía en dar una forma concreta a ese mundo de posibilidades que brotaba de los textos sagrados, interpretándolos y apropiándoselos en la vida concreta.
Abba Nesteros (en la Conf. XIV de Casiano), nos dice que “debemos tener el celo de aprender de memoria una serie de textos sagrados y rememorarlos sin cesar. Esta meditación continua, dice Nesteros nos procura un doble fruto”. Primero nos preserva de malos pensamientos. Después, esta recitación o meditación continua nos llevará a una comprensión que se renueva continuamente. Y Nesteros tiene esta frase admirable: “A medida que, por este estudio, nuestro espíritu se renueva, las Escrituras comienzan también a cambiar de rostro (sriptuarum facies incipiet innovari)”. Una comprensión más misteriosa nos es dada, cuya belleza crece con nuestro progreso. (Una vez más nos encontramos con el lazo indisoluble entre la puesta en práctica de las Escrituras y la capacidad de comprenderlas a nivel más profundo).
(Se podría comparar una vez más esta visión a la aproximación moderna de un Ricoeur, por ejemplo, que dice que un texto, una vez salido de la mano de su autor, adquiere una existencia autónoma, y asume una nueva significación cada vez que es leído - siendo cada lectura una interpretación, que es la revelación de una de las posibilidades casi infinitas contenidas en el texto).
Según el método moderno de lectio divina, se debe leer lentamente y se debe parar en un versículo mientras este alimenta el corazón, o el espíritu, si no las emociones, y se pasa al versículo siguiente cuando los sentimientos se enfrían o la atención se disipa. Los primeros monjes se quedaban en un versículo hasta que lo habían puesto en práctica.
Un hermano vino al encuentro de Abba Pambo y le pidió que le enseñara un salmo. Pambo se puso a enseñarle el salmo 38: pero apenas pronunció el primer versículo: “Yo dije: vigilaré mi proceder, para que no se me vaya la lengua...”, el hermano no quiso escuchar más. Dijo a Pambo: "Este versículo me basta; ruega a Dios que yo tenga la fuerza de aprenderlo y de ponerlo en práctica. Diecinueve años más tarde se empeñaba en ello todavía... (Arm 19, 23 Aa: IV 163).
También a Abba Abraham, que era un escritor excelente, además de ser un hombre de oración, un hermano pidió le copiara el salmo 33. Se conformó con copiarle el versículo 15: “apártate del mal, obra el bien; busca la paz y corre tras ella”, diciendo al hermano: “Empieza por practicar esto y después te copiaré el resto...” (Arm 10,67: III, 41).
La Biblia para los Padres no es algo que se conoce con la inteligencia, ni tampoco con el corazón, como gusta repetir en nuestros días, (confundiendo, por lo demás, bastante a menudo el concepto bíblico de corazón con una noción de “corazón” más reciente y un poco sentimental). Para los Padres se conoce la Biblia cuando se la asimila hasta el punto de traducirla en vida. Cualquier otro conocimiento que no lleve a esto es vano.

Comprensión de la Escritura

Pero todo esto no quiere decir que no sea necesario abordar la Escritura también con la inteligencia. Los monjes ponen gran cuidado en conocer el sentido literal de la Escritura antes de aplicársela. En los monasterios pacomianos, por ejemplo, había cada semana tres catequesis en el curso de las cuales, sea el superior del monasterio, sea el superior de la casa interpretaba la Escritura durante la synaxis, después de lo cual los hermanos intercambiaban entre ellos lo que habían entendido, a fin de asegurarse que todos habían comprendido bien.
La interpretación de un texto difícil exige un esfuerzo de la inteligencia; pero este esfuerzo sería inútil sin la luz divina, que se debe pedir en la oración. En este sentido la oración debe preceder a la lectio aunque también puede ser su fruto. A dos hermanos que interrogaban a Antonio sobre el sentido de un texto difícil del Levítico, Antonio pide esperar un tiempo, mientras se ponía en oración, para pedir a Dios que le envíe a Moisés para enseñarle el sentido de esta palabra. (Arm. 12,1B: III, 148). Antes que él, Orígenes hacía lo mismo, pidiendo a sus discípulos que orasen con él para alcanzar la comprensión de un texto sagrado particularmente difícil, a fin, decía él, de encontrar la “edificación espiritual” contenida en ese texto. (Orígenes, Homilías sobre el Génesis. Trad. y notas: L. Doutreleau, SD 7, París 1943, Hom. 2,3, p.96). Subrayemos la expresión “contenida en el texto”. El sentido espiritual de la Escritura no es algo que le sea artificialmente añadido: es algo que el texto contiene, y que es preciso descubrir.
De la misma manera, un gran monje, Isaac de Nínive, escribía: “No te acerques a las palabras llenas de misterio de la Escritura sin oración...” Dí a Dios: “Señor, concédeme entender el poder que se encuentra aquí” (Ver J. WENSINGK, Mystic Treatises bu Isaac of Nineve, Amsterdam 1923, par. 329, ch. XLV, p.220). Lo que se busca en un texto no es una significación abstracta, intemporal, es un poder capaz de transformar al lector.
Las teorías modernas sobre la lectio divina insisten generalmente sobre el hecho de que la lectio es algo completamente distinta del estudio. Los Padres, ciertamente, no habrían entendido esta distinción y esta división en compartimientos separados. Su aproximación a la Escritura estaba unificada. Todo esfuerzo para aprender la Escritura, para comprenderla, para ponerla en práctica era un único esfuerzo para entrar en diálogo con Dios y para dejarse transformar por Él en ese diálogo que se convertía en oración continua. Ni ellos, ni Orígenes - el hombre por excelencia de la Escritura -, ni sobre todo un Jerónimo, para quien la ignorancia de las Escrituras es ignorancia de Cristo, (In Esaiam. Prol. CCL 73,2, CCL 78,66) habrían comprendido un estudio de la Escritura que no fuese un encuentro personal con el Dios viviente.
Para Jerónimo, la oración no reside primeramente en el corazón sino en la inteligencia (de donde pasa al corazón). Hay que conocer primero a Dios para amarlo. El que conoce verdaderamente ama necesariamente. De aquí la importancia de estudiar a fondo y de comprender las Escrituras con la inteligencia.
De Marcela que, más que las demás discípulas que Jerónimo había estudiado a fondo las Escrituras y las leía asiduamente, este decía: “Ella comprendía que la meditación no consiste en repetir los textos de la Escritura... pues sabía que no merecía su comprensión sino después de haber traducido a vida sus mandamientos” (Ep. 127,4, CSEL 56,148).
En su Conferencia XIV, Casiano, un excelente transmisor de la espiritualidad del desierto egipcio en el que ha vivido durante muchos años, en la misma época que Evagrio, distingue dos formas de ciencia, la práctica y la teorética, siendo esta última la contemplación de las cosas divinas y el conocimiento de los significados más sagrados. A esta teorética o contemplación de las cosas divinas, la llama también “ciencia verdadera de las Escrituras”, y la divide en dos partes, la interpretación histórica y la inteligencia espiritual. Una y otra pertenecen a la contemplación.
Casiano añade: “Si queréis llegar a la verdadera ciencia de la Escritura, tratad primeramente de conseguir una inquebrantable humildad de corazón. Es esta quien os conducirá, no a la ciencia que infla, sino a la que ilumina, por la consumación de la caridad”. Entonces, lo que hace que el estudio de la Escritura sea o no una actividad contemplativa, no es el método de lectura o de interpretación utilizado, sino la actitud del corazón.

Pre-comprensión

La hermenéutica de Ricoeur nos enseña que cuando se lee un autor antiguo no se entra propiamente en relación con el pensamiento del autor, sino con la realidad misma de la que este habla. Es por esto que no es posible la comprensión de un texto, sin una pre-comprensión que consiste en una cierta relación ya existente entre el lector y la realidad de la que habla el texto. Ahora bien, se encuentra ya una intuición semejante en Casiano, en el final de la décima Conferencia. Isaac, después de haber explicado los medios para llegar a la oración pura añade: “Vivificado por este alimento (el de las Escrituras) del cual él no cesa de nutrirse, se impregna hasta tal punto de todos los sentimientos expresados en los salmos que, en adelante, los recita no como compuestos por el profeta, sino como si él mismo fuera su autor, y como una oración personal...” Y añade: “En efecto, las divinas Escrituras se nos revelan más claramente, y nos manifiestan su corazón y su meollo, cuando nuestra experiencia, no solamente nos permite entrar en su conocimiento, sino también anticipar el conocimiento mismo, tanto que el sentido de las palabras no se nos revela por explicación alguna, sino por la experiencia que hemos hecho” (Conf. X, 11)... “Instruidos por lo que nosotros mismos sentimos, no los percibimos como cosa meramente oída, sino experimentada y palpada con nuestras manos; como algo que damos a luz desde lo profundo de nuestro corazón, como si fueran sentimientos que forman parte de nuestro propio ser. No es la lectura la que nos hace penetrar en el sentido de las palabras, sino la propia experiencia adquirida.” (ibid)
No existe comprensión e interpretación sin una pre-comprensión. Bajo este punto de vista es claro que la vida que llevan los monjes en el desierto, hecha de silencio, de soledad y de ascesis, constituía una precomprensión que condicionaba ampliamente su comprensión de la Escritura. El silencio y la pureza de corazón eran vistos como precondiciones para entender e interpretar las Escrituras en su pleno sentido.
No se comprende sino lo que se ha vivido ya, al menos en una cierta medida. Por esto san Jerónimo indica un orden en el que aprender la Escritura: primero el Salterio, después los Proverbios de Salomón y Qohelet, después el Nuevo Testamento. Y sólo cuando el alma está ampliamente preparada a través de una larga relación de intimidad amorosa con Cristo, puede abordar con provecho el Cantar de los Cantares.

Palabra de los Ancianos

Los Padres del Desierto respondían a veces a la pregunta que se les proponía con una palabra de las Escrituras; pero respondían también con otras palabras a las que se concedía la misma importancia. Se estaba convencido de que el poder de esas palabras procedía de la gran pureza de vida del santo Anciano que las pronunciaba, pues él mismo había sido transformado por la Escritura.

La noción moderna de lectio divina

Me gustaría ahora hacer unas reflexiones sobre la concepción que se tiene hoy de la lectio divina, a la luz de las enseñanzas de los Padres del Desierto que acabo de presentar.
Lo que hoy se llama lectio divina es presentado como un método de lectura de la Escritura y también de los Padres de la Iglesia y de los Padres del monaquismo. El método consiste en una lectura lenta y meditativa del texto, una lectura hecha más con el corazón que con la inteligencia, se dice, sin una finalidad práctica, sino simplemente para dejarse impregnar por la Palabra de Dios
Este método, en tanto que método, tiene sus orígenes en el siglo XII y no deja de tener relación con lo que se ha llamado "teología monástica". En esta época la pre-escolástica había desarrollado su método que iba de la lectio a la quaestio, seguía la disputatio. La reacción de los monjes fue entonces desarrollar su propio método: la lectio conducía a la meditatio, después a la oratio... y un poco más adelante se añadirá la contemplatio, que se distinguirá de la oratio.
Mientras el enfoque de la Escritura que he descrito como propio de los Padres del Desierto era en realidad un enfoque que ellos tenían en común con el conjunto del pueblo de Dios, el nuevo enfoque o "nuevo método", pues se trata ahora de un ejercicio, de una observancia importante de la existencia monástica, se ha refugiado en los monasterios.
Mucho más tarde, en la época de la devotio moderna se generaliza la “lectura espiritual”, que se toma especial cuidado en diferenciarse netamente de la lectio divina monástica. Siguiendo la corriente general, la vida espiritual se especializa, se divide en compartimientos estancos.
Sería extraño al tema de la presente conferencia analizar esta larga evolución. Me permito al menos algunas observaciones. La primera es que cabe preguntarse cómo habría evolucionado la teología si los monjes no hubieran rechazado el método naciente. En efecto, lo que se llama “teología monástica” no tenía, hasta el siglo XII, nada de específicamente monástico. Era la manera en que se hacía teología en todo el pueblo de Dios, bien seguro, con un gran pluralismo tanto en los monasterios como fuera de ellos. Esta forma sapiencial y contemplativa de hacer teología había sabido hasta entonces asumir, y transformar (inculturar, se diría hoy) las aportaciones de los distintos métodos y de las diversas corrientes de pensamiento. Cabe legítimamente preguntarse cómo habría evolucionado la teología de los siglos siguientes si los monjes no hubieran rechazado el método naciente y lo hubieran asimilado como habían sabido asimilar tantos otros antes. Es verdad que para bien o para mal, una manera llamada monástica de hacer teología se mantuvo en los monasterios y la teología escolástica se desarrolló en las escuelas fuera de los monasterios. En un Tomás de Aquino, el nuevo método es utilizado todavía en una perspectiva profundamente contemplativa. En los comentaristas -y los comentaristas de los comentaristas,se irá resecando cada vez más.
Lo mismo ocurrió con el estudio de la Escritura. Los monjes habían jugado hasta este momento un papel preponderante en la interpretación y uso de la Escritura, aunque su enfoque no fue esncialmente diferente del que tenía el conjunto del pueblo de Dios. A partir del momento en que, sufriendo (sin darse cuenta de ello) la influencia del nuevo pensamiento, elaboran su propio método de lectura paralelo al de la escolástica, y así existen en la Iglesia dos enfoques de la Escritura completamente distintos: uno que quiere una lectura con el corazón (y que en algunas épocas olvidará a menudo hacer seguir a la inteligencia) y una orientación científica que se desecará cada vez más.
Por otra parte, se debe reconocer que al precisar su propio método de lectio, los monjes eran ya dependientes de la nueva mentalidad, pre-escolástica, que había creado la necesidad de un método. Los primeros monjes no tenían método, tenían una actitud respecto a la lectura.
Con frecuencia, en el curso de los últimos siglos, los monjes olvidaron su manera propia de leer la Escritura y los Padres y de hacer teología y adoptaron la de todo el mundo. Ha sido, pues, necesario para los monjes de nuestra época, volver a una forma de hacer teología distinta de la de los manuales escolásticos y volver a una manera de leer la Escritura y los Padres distinta de la de la exégesis científica moderna. Se debe un gran reconocimiento a Dom Jean Leclerq por haber orientado el monaquismo contemporáneo en esta dirección. Por lo demás, se podría decir con un poco de humor, que los conceptos de teología monástica y de lectio divina, tal como son entendidas hoy, son las dos creaciones más bellas de Dom Leclerq.
Era importante, digo, que el monaquismo redescubriera esta manera de leer la Escritura y esta manera de hacer teología. Pero es preciso ir más lejos: es preciso reconocer que esta manera de leer la Escritura y de hacer teología no tiene nada de específicamente monástico. Es todo el pueblo de Dios quien debe redescubrirla, porque ese fue, en una época, el modo en que todo el pueblo de Dios leía la Escritura y hacía teología.
Falta, sin embargo, dar un paso más. Falta superar la fragmentación de la vida del monje y de los demás cristianos. Falta redescubrir la unidad primitiva perdida a lo largo del camino
En efecto, si es verdad que se debe celebrar el lugar que ha conquistado la lectio divina en la vida de los monjes y también en la de muchos cristianos fuera de los monasterios desde hace unos cuarenta años, no es menos verdad que la actitud presente a propósito de esta realidad no está exenta de peligro.
El peligro está en que, frecuentemente, aunque a veces de manera imperceptible, se ha transformado la lectio en un ejercicio - un ejercicio entre otros, a pesar de que se le considere el más importante de todos. El monje fiel hace una media hora o una hora o incluso más de lectio al día, y pasa a su lectura espiritual, a sus estudios y a sus demás actividades. Adopta una actitud gratuita de escucha de Dios durante esta nedia hora y con frecuencia se entrega a las otras actividades durante el resto de la jornada con la misma intensidad, el mismo espíritu de competición, la misma disipación que si no hubiera optado por una vida de oración continua y de búsqueda constante de la presencia de Dios.
No sólamente todo eso es totalmente extraño al espíritu de los Padres del Desierto, sino que esta actitud está en contradicción con la naturaleza misma de la lectio divina. Lo esencial en esta, tal como ha sido descrito por sus mejores teóricos, es la actitud interior. Ahora bien, esta actitud no es algo de lo que uno se puede revestir durante media o una hora del día. Se tiene permanentemente o no se tiene. Impregna toda nuestra jornada o el ejercicio que se llama lectio es un juego vacío.
Dejarse interrogar por Dios, dejarse interpelar, formar, a través de todos los elementos de la jornada, tanto a través del trabajo como a través de los encuentros con los hermanos; tanto a través de la dura ascesis de un trabajo intelectual serio como a través de la celebración litúrgica y de las tensiones normales de la vida comunitaria - todo esto es terriblemente exigente. Relegar esta actitud de total apertura a un ejercicio privilegiado cuyo sentido mismo es impregnar el resto de nuestra jornada es quizás una manera demasiado fácil de desentenderse de esta exigencia.
Para los Padres del Desierto, leer, meditar, orar, analizar, interpretar, escudriñar, traducir la Escritura - todo esto formaba un bloque inseparable. Habría sido impensable para un Jerónimo considerar que su profundo análisis sobre el texto hebreo de la Escritura para extraerle todos sus matices, no merecía el nombre de lectio divina.
Es, ciertamente, afortunado que se haya redescubierto la importancia de leer la Palabra de Dios con el corazón, leerla para dejarse transformar. Pero yo creo que es un error hacer de ello un ejercicio, en vez de impregnar de esta actitud los mil y un enfoques que la Escritura.
Más aún, creer que el texto de la Escritura puede alcanzarme en mi vida profunda, interpelarme y transformarme solamente cuando me sitúo ante él totalmente desnudo, sin recurrir a todos los instrumentos que pueden permitirme captarlo en su significación primera, corre el gran riesgo de conducir a una actitud fundamentalista - no rara en nuestros días - o incluso a una falsa mística, también bastante frecuente.
Puesto que es generalmente admitido en nuestros días, que la lectio divina puede tener como objeto no sólamente la Escritura sino también los Padres de la Iglesia, y, para monjes y monjas, particularmente los Padres del monacato, me permito también una reflexión.
Siendo la tradición monástica una interpretación vivida de la Palabra de Dios, tiene una importancia semejante a la suya, aunque secundaria con relación a ella. (Hemos visto además cómo los Padres del Desierto tendían a conceder el mismo poder a la Palabra o el ejemplo de un Anciano transformado por el Espíritu, que a la Palabra de Dios o a un ejemplo bíblico. Pero esta palabra vivida que es la tradición monástica tiene necesidad de ser interpretada y continuamente reinterpretada ella también.
En nuestros días, en las comunidades monásticas se ha redescubierto a los Padres. Hay que aplaudir este redescubrimiento. Pero su mensaje, aún más que el de las Escrituras, está envuelto en un contexto cultural que no es, como se acepta demasiado a menudo, la cultura monástica - como si no hubiera más que una -sino el contexto cultural de tal o cual época particular en la que los monjes antiguos han vivido su vocación monástica. El lector moderno debe exponerse, sin ningún espíritu crítico, a la gracia transformante que ellos han vivido y que ellos transmiten; pero no puede hacerlo más que después de haber desbrozado con un sentido crítico refinado, la cáscara cultural que oculta este alimento sustancioso.
Así como no existe una cultura cristiana, paralela a todas las culturas profanas, más precisamente culturas locales cristianizadas - por lo demás en diversos grados; así tampoco existe una cultura monástica, sino diversas culturas transformadas por su encuentro con el carisma monástico. El uso de los Padres como materia de lectio divina requiere un serio trabajo de exégesis y de estudio para alcanzar la realidad que ellos han vivido, más allá del ropaje cultural que los envuelve. Además, uno se lee a si mismo en los textos que admira; y, evidentemente, se encuentra más a si mismo cuanto más se los admira.
El monje de hoy será interpelado, llamado a la conversión, transformado por la lectura de los Padres del monacato, únicamente a condición de que se deje “tocar” por ellos en todos los aspectos de su experiencia monástica. Y esto no se producirá más que en la medida en que él los capte en el conjunto de su experiencia: lo que supone un análisis profundo de su lengua y de su lenguaje, de su pensamiento filosófico y teológico, del contexto cultural en el que ellos han vivido. Me parece artificial e incluso peligroso distinguir este estudio de la lectio propiamente dicha, como si no fuera más que una cuestión previa...
El monje de hoy pertenece necesariamente a una cultura determinada, y a una Iglesia local, por tanto, a una cultura cristiana determinada. Es esta cultura la que, en él, reencuentra la tradición monástica y debe dejarse intepelar y transformar por ella. Yo me temo que, demasiado frecuentemente, en nuestro enfoque de los Padres, presionemos sobre todo los jóvenes a asumir como un ropaje la cultura monástica de una época pasada con riesgo de convertir nuestros monasterios en campos de refugiados culturales.

Conclusión

Los Padres del Desierto nos recuerdan la importancia primordial de la Escritura en la vida del cristiano y la necesidad de dejarse transformar constantemente en el crisol de la Palabra de Dios.
Sin embargo, incluso un estudio rápido como este que hemos hecho de la manera en que los monjes abordaban la Escritura, nos lleva a poner en cuestión algunos aspectos de la concepción moderna de la lectio divina o, más precisamente, nos llama a sobrepasarlos para volver a un sentido más profundo de la unidad de lo vivido. El monje, menos que nadie, puede permitirse estar dividido. Su mismo nombre, monachos, le recuerda sin cesar la unidad de preocupación, de aspiración y de actitud que corresponde al que o a la que ha elegido vivir un solo amor con corazón indiviso.

Nota: Muchas citas de los textos monásticos antiguos han sido sacadas de un estudio de Louis Leloir: "Lectio Divina and the Desert Fathers", Liturgy, Vol. 23, n. 2, 1989, pp. 3-38. Una versión abreviada de este estudio ha aparecido en francés: "La Escritura y los Padres", Revue d' Ascétique et de Mystique 47 (1971), pp. 183 -199.


[1] Armand VEILLEUX, o.c.s.o. Roma, 7 de noviembre de 1995.

6 de febrero de 2020




                                              
SAN MÁXIMO EL CONFESOR
Continuación…
San Máximo:
Interpretación del Padre Nuestro

Ascenso a la Divinización

Por eso, también nosotros, -para retroceder un poco y reasumir sucintamente la fuerza de lo que hemos dicho-  si queremos ser librados del Maligno y no entrar en tentación, creamos a Dios y perdonemos las ofensas a quienes nos ofenden. Pues dijo: “Si no perdonáis a los hombres sus pecados, tampoco vuestro Padre celeste os perdonará1; para que no recibamos sólo el perdón de las culpas sino que también venzamos la ley del pecado, no permitiendo Dios que la experimentemos, y aplastemos a la maligna serpiente -que ha engendrado esta ley- de la cual pedimos ser librados. Porque Cristo, que ha vencido el mundo2, nos guiará en el combate, y nos armará con las leyes de los mandamientos y, conforme a estas leyes, con la remoción de las pasiones; y unirá, mediante el amor, a la naturaleza humana consigo misma. Y, siendo Él pan de vida3, de sabiduría, de conocimiento y de justicia, moverá nuestro apetito insaciablemente hacia Él y, por la realización de la voluntad del Padre, nos hará semejantes a los ángeles en su adoración4, manifestando por nuestra conducta, y mediante una buena imitación, la beatitud celeste.
Y de allí nos guiará luego al supremo ascenso a las realidades divinas, al Padre de las luces5, haciéndonos partícipes de la divina naturaleza6, por la participación por gracia del Espíritu Santo, por la cual recibiremos el título de hijos de Dios, portando íntegramente al autor todo de esta misma gracia e Hijo del Padre por naturaleza, sin circunscribirlo ni mancharlo; de quien, por quien y en quien tenemos y tendremos el ser, el movimiento y la vida7.

Conclusión: Exhortación a vivir el Misterio presentado por la Oración

Que el fin de nuestra oración sea la contemplación de este misterio de la divinización, para que conozcamos lo  que ha realizado de nosotros  la kénosis en la carne del Hijo unigénito, y de dónde y dónde ha hecho subir, por la potencia de su mano que ama al hombre, a aquellos que  habían alcanzado el punto más bajo de todo el universo8, allá donde nos había precipitado el peso del pecado. Amaremos más así a Quien sabiamente ha preparado esta salvación para nosotros. Mostremos mediante nuestras acciones el cumplimiento de la oración y, proclamando, manifestemos que Dios es verdaderamente Padre por gracia. Mostremos claramente, por el contrario, que no tenemos por padre de nuestra vida al maligno quien, mediante las pasiones deshonrosas, se dedica a imponer siempre tiránicamente su dominio a la naturaleza. Que no nos suceda cambiar la muerte por la vida, porque también cada uno de los adversarios (Cristo y el Diablo) distribuye naturalmente a los que le están unidos: uno dispensa la vida eterna a aquellos que lo aman; el otro, por la sugerencia de las tentaciones voluntarias, la muerte a quienes se aproximan a él.

Porque, según la Escritura, doble es el modo de las tentaciones: uno por el placer, el  otro por el dolor; uno libre y el otro no. Aquel engendra el pecado y la enseñanza del Señor nos prescribe orar para no caer en él, cuando dice: “Y no nos dejes caer en tentación9 y “Velad y orad para no caer en tentación10. El otro protege del pecado, castigando la disposición que ama el pecado con suplementos involuntarios de penas. Si alguien las soporta, y sobre todo si no está adherido por los clavos del mal, escuchará al gran apóstol Santiago quien proclama explícitamente: “Considerad un gran gozo, hermanos mío, el estar rodeados por toda clase de pruebas, porque la prueba de nuestra fe produce la paciencia, la paciencia virtud probada y la virtud probada debe ir acompañada por una obra perfecta11. El Maligno usa pérfidamente ambas tentaciones, la voluntaria y la involuntaria. Sembrando la tentación voluntaria, excita al alma con los placeres del cuerpo para apartar su deseo, con estas maquinaciones, del amor divino; y, con el engaño, busca obtener la tentación involuntaria porque quiere destruir la naturaleza con dolor, para forzar al alma, abatida por la debilidad de los sufrimientos, a volver sus pensamientos a la calumnia contra el Creador.

Por el contrario, conociendo bien los pensamientos del Maligno, oremos para apartar la tentación voluntaria, para que no apartemos el deseo de la caridad divina. Con la ayuda de Dios, soportemos con entereza la tentación que sobreviene involuntariamente, a fin de manifestar que preferimos en vez de la naturaleza al Creador de la naturaleza. Y que todos los que invocamos el Nombre de Nuestro Señor Jesucristo12, seamos rescatados de los placeres presentes del Maligno y liberados de los dolores futuros por la participación en la sustancia verdadera de los bienes futuros13, la cual contemplaremos en el mismo Cristo nuestro Señor, quien solo es glorificado con el Padre y el Espíritu Santo por toda la creación. Amén.




Notas:
[1] Mt  6, 15.
[2] Cf. Jn  16, 33.
[3] Jn 6, 35. 48.
[4]homolatras
[5] St  1, 17.
[6] 2 P 1, 4. Este pasaje bíblico es usado casi siempre por los Padres en relación al misterio de la divinización.
[7] Cf. Rm  1, 26.
[8] Aparece el principio denominado tantum-quantum. El hombre asciende por la divinización, en la medida en que Cristo descendió por su encarnación kenótica.
[9] Mt  7, 13.
[10] Mt  26, 41.
[11] St  1, 2-4, unido a Rm  5, 4.
[12] 1 Co  1, 2.
[13] Hb  11, 1.

"Señor Jesús, Hijo de Dios, ten piedad de mi pecador"

                                                                                                                                          
SAN ANTONIO ABAD


SAN PACOMIO

                                                                       

17 de diciembre de 2018






Continuación…
San Máximo:
Interpretación del Padre Nuestro

La Oración como realización del Designio

En efecto, ella habla del Padre, del Nombre del Padre y del Reino. Ella expresa también  que aquel que ora es hijo de este Padre en la gracia. Pide que lo que está en el cielo y lo que está sobre la tierra provengan de una única voluntad. Manda pedir el pan cotidiano. Pone la reconciliación como ley para los hombres, y por el perdonar y de ser perdonado, une a sí misma la naturaleza para que no esté más escindida por la diferencia entre las voluntades. Ella nos enseña a suplicar para no caer en tentación (que es la ley del pecado) y exhorta a ser liberados del mal. En efecto, era necesario que aquel que realiza y concede los bienes fuera también el maestro, y que les presente también como a sus discípulos las palabras de la Oración, como los preceptos para esta vida, a quienes creen en él e imitan su conducta en la carne. Por estas palabras ha significado los tesoros escondidos de la sabiduría y del conocimiento[1]que subsisten específicamente en él, impulsando evidentemente el deseo de aquellos que suplican hacia el goce de esos tesoros.
Por eso, pienso, la Escritura ha llamado ‘oración’ a este enseñanza porque comporta la petición de los dones que Dios da los hombres por gracia. En efecto, así como nuestros Padres, inspirados por Dios han explicado y definido la oración, diciendo que ella es una petición de lo que Dios regala convenientemente a los hombres, como él lo sabe; igualmente han definido al voto como un compromiso, o una promesa, de las cosas que los hombres ofrecen a Dios dándole un culto verdadero. Han expuesto con frecuencia que la Escritura da testimonio de ello con su propia palabra, así: “Haced votos y ofrendas al Señor, nuestro Dios[2] y Todo de lo cual he hecho voto, te lo ofreceré, Señor, nuestro Dios”[3]. Esto es lo que se ha dicho respecto al voto; y respecto a la oración: “Ana oró al Señor y dijo: ‘Señor Adonai, Eloí Sabaoth, si tú te dignas satisfacer a tu sierva y conceder un fruto a mis entrañas’ “[4], y “Oró Ezequías, rey de Judá, así como el profeta Isaías, hijo de Amós al Señor”[5] y lo dicho por el Señor a sus discípulos: Cuando oren, digan: ‘Padre Nuestro que estás en los cielos’[6]. Así el voto puede ser la guarda de los mandamientos, ratificada por las acciones voluntarias del que hace el voto; y la oración es la petición de aquel que ha guardado los bienes, hecha para tener parte en los bienes que ha guardado; o incluso, el voto, es el combate de la virtud, ofrenda que Dios acepta con la más grande complacencia; y la oración es la recompensa de la virtud, que Dios da a cambio con gran gozo.

Comentario Continuado

Puesto que ha sido demostrado que la oración es una petición de los bienes de los cuales el  Logos encarnado es autor, poniendo en nosotros lo mismo que nos han enseñado las palabras de la Oración, avancemos con confianza, desnudando cuidadosamente por la contemplación, tanto cuanto es posible, el sentido de cada palabra, como el Logos mismo acostumbra conceder convenientemente y dar la potencia de comprender el pensamiento de aquel que dice...

“Padre Nuestro, que estás en los cielos. Santificado sea tu nombre, venga  tu Reino”

En primer lugar, el Señor enseña, por estas palabras, a aquellos que oran a comenzar, como conviene, por la teología; y los introduce en el misterio[7] del modo de la existencia de la Causa Creadora de los seres, que es, por esencia, el autor de los seres. En efecto, las palabras de la oración muestran al Padre, al Nombre del Padre y el Reino del Padre, para que seamos enseñados desde el mismo principio a honrar, invocar y adorar la Trinidad Una. Porque el Hijo unigénito, es el Nombre de Dios Padre que subsiste esencialmente; y el Espíritu Santo, es el Reino de Dios Padre que subsiste esencialmente. En efecto, lo que aquí Mateo llama “Reino”, otro de los evangelistas lo llama Espíritu Santo: Que venga tu Espíritu Santo  y que nos purifique[8]. En efecto, el Padre no tiene un Nombre recibido, y no debemos pensar al Reino como una dignidad agregada a Él. No ha comenzado a ser de modo que comience  también a ser Padre o Rey, sino que siendo siempre, es también siempre Padre y Rey, no habiendo comenzado de ningún modo, ni a ser, ni a ser Padre o Rey. Y si siendo siempre, es también siempre Padre y Rey, entonces también el Hijo y el Espíritu Santo han coexistido siempre esencialmente con el Padre; son naturalmente a partir de Él y en Él, más allá de la causa y de la razón; sin embargo no son después de Él, como si hubieran advenido posteriormente, en tanto causados por Él. Porque la relación posee la capacidad de mostrar uno en el otro al mismo tiempo, a aquellos de los cuales ella es y es llamada relación, no permitiendo por esto, que sean considerados uno después del otro.

Comenzando esta oración somos conducidos a honrar la Trinidad consubstancial y supersubstancial, en tanto Causa creadora de nuestro origen. También se nos enseña a anunciarnos a nosotros mismos la gracia de la filiación, hechos dignos de llamar Padre por la gracia, a aquel que nos ha creado por naturaleza; para que, respetando la invocación de quien nos ha hecho nacer por la gracia, nos empeñemos en significar en nuestra vida la impronta de aquel que nos ha hecho nacer, santificando su Nombre sobre la tierra, imitándolo como a un Padre, mostrándonos como sus hijos por nuestras acciones, y magnificando por nuestros pensamientos y acciones al Hijo por naturaleza del Padre, que obra por sí mismo la filiación.

Santificamos el Nombre del Padre por gracia en los cielos, mortificando la concupiscencia por la materia purificándonos de las pasiones que realizan la corrupción, porque la santificación es la total inmovilidad y mortificación de la concupiscencia de los sentidos. Llegados a esto, calmamos los impertinentes ataques de la ira, la cual no tiene más a la concupiscencia que la excite y persuada en luchar por los placeres familiares, puesto que la concupiscencia está mortificada ya por la santidad según al principio de naturaleza. En efecto, la ira que por naturaleza es vengadora de la concupiscencia, cesa naturalmente de enfurecerse cuando la ve »a la concupiscencia¼ mortificada.

Con razón, pues, tras el rechazo de la ira y de la concupiscencia viene, según la oración, la posesión del Reino de Dios Padre para aquellos que, después de haberlas rechazado,  son hechos dignos de decir “Que venga tu Reino”, es decir, tu Espíritu Santo. Por el principio y el modo de la mansedumbre, han sido ya hechos templos de Dios por el Espíritu[9]. En efecto, se ha dicho: ¿Sobre quién reposaré, si no sobre aquel que es dulce, sobre aquel que es humilde y que teme mis palabras?[10]. De donde es visible que el Reino de Dios Padre es de los humildes y de los dulces. Porque se ha dicho: Bienaventurados los dulces, porque heredarán la tierra[11]- No es esta tierra, que ocupa por naturaleza el lugar intermedio del universo, la que Dios ha prometido en herencia a aquellos que lo aman, si dice verdaderamente cuando afirma: “Cuando resucitarán los muertos, no tomarán ni mujer ni marido, sino que serán como loa ángeles en el cielo”[12] y: “Venid, benditos de mi Padre, heredaréis el Reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo”[13]. Y nuevamente a otro que servía con buena voluntad: “Entra en el gozo de tu Señor”[14]. Y después de él, el divino Apóstol: “Con la trompeta, aquellos que han muerto en Cristo resucitarán primero, incorruptibles; luego nosotros, los que vivimos, que permanecemos aún aquí, al mismo tiempo que ellos, seremos raptados en las nubes al encuentro del Señor en los aires, y así estaremos para siempre con el Señor”[15].

Habiendo sido hechas tales promesas a los aman al Señor, ¿quién, si ha adherido su intelecto a las solas palabras de la Escritura, movido por la razón y deseando  ser servidor de ella, dirá que el “cielo”, el Reino preparado desde la creación del mundo, el gozo misteriosamente escondido del Señor, la habitación y morada continuas y totalmente ininterrumpidas con el Señor de aquellos que son dignos, son de alguna manera idénticos a la tierra? Por el contrario, pienso poder decir ahora que la tierra es este hábito y esta potencia de los mansos, que es firme y totalmente inseparable del bien; en cuanto está siempre con el Señor y tiene un gozo indeficiente; ha obtenido el Reino preparado desde el origen y ha sido hecha digna del reposo y orden en el cielo, como una tierra que ocupa la posición media del universo, es decir el principio de la virtud. Según este principio, el manso, en medio del bien y del mal que se dice de él[16], permanece imperturbable, sin ser inflado por aquello que se dice de bueno, ni entristecido por lo que se dice de malo. Porque la razón es naturalmente libre, después de haber rechazado el deseo, no percibe los asaltos cuando estos la turban; ella ha reposado de la agitación respecto a estas cosas, y ha amarrado  toda la potencia del alma a la inmóvil libertad divina. Y deseando distribuirla a sus discípulos, el Señor dice: “Cargad mi yugo sobre vosotros  y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis reposo para vuestras almas”[17]. Llama reposo a la posesión del Reino divino, en tanto que produce en aquellos que son dignos una soberanía liberada de toda esclavitud.

Si la posesión indestructible del Reino puro ha sido dada a los humildes y a los mansos, ¿quién no amará apasionadamente y deseará totalmente los bienes divinos de manera de no tender, hasta el extremo a la humildad y la mansedumbre para llegar a ser  -en tanto es posible al hombre- impronta del Reino de Dios, llevando en sí por la gracia la inmutable configuración con Cristo en el Espíritu, quien es en verdad, naturalmente y por esencia, el gran Rey?

En esta configuración, dice el divino Apóstol: no hay varón y mujer[18], es decir ni ira ni concupiscencia. En efecto, aquella saca tiránicamente a la razón y al pensamiento, fuera de la ley de la naturaleza. Y la concupiscencia hace que los seres que son según la Causa y Naturaleza única, sola deseable e impasible, sean más deseables que Aquella. Por eso hace a la carne más preferible que el espíritu,  y el gozo de lo visible más agradable que la gloria y el resplandor de los inteligibles. Por la molicie del placer de los sentidos, aparta al nous de la percepción divina de los inteligibles, que le es connatural. Pero en esta configuración no hay más que la razón sola; que se ha despojado por la sobreabundancia de virtud de esta ternura y disposición al cuerpo, ternura y disposición que son no sólo imperturbables sino también naturales. El Espíritu domina totalmente a la naturaleza, persuadiendo al nous a abandonar la filosofía moral[19], cuando debe unirse al Logos suprasubstancial por la contemplación simple e indivisa (aún si contribuye naturalmente a que el nous se aparte fácilmente y sobrepase las cosas que fluyen temporalmente). Habiendo sobrepasado estas cosas, no es razonable imponer la carga de la vía ética como una manto[20], a quien que se ha mostrado desprendido de las cosas sensibles[21].

Y el gran Elías manifiesta claramente este misterio, por medio de las cosas que realizó en figura[22]. Durante su rapto da a Eliseo su manto (quiero decir la mortificación de la carne, en la cual ha fijado la magnificencia de la recta ordenación moral) para asistir al espíritu contra toda potencia adversaria y para que golpee la naturaleza inestable y que fluye (cuyo tipo era el Jordán), a fin de que no impida al discípulo atravesar hacia la tierra santa y ser tragado por la turbación y lo resbaladizo de la afección a la materia. Avanza libre hacia Dios, no siendo dominado absolutamente por relación alguna con los seres, teniendo simple el deseo e incompuesta su voluntad, para establecer su morada en Aquel que es simple por naturaleza, por medio de las virtudes generales, encadenadas éstas gnósticamente unas a otras como los caballos de fuego. Él sabía, en efecto, que el discípulo de Cristo debe estar apartado de las disposiciones desiguales, cuya diferencia prueba la hostilidad (porque la pasión de concupiscencia produce una efusión de sangre en torno al corazón y el movimiento de ira produce, evidentemente, la ebullición de esta sangre)[23]. Llegado a la vida, el movimiento y el ser en Cristo[24], había alejado de sí el origen discordante de las desigualdades, no llevando más en sí las disposiciones contrarias -diría- de estas pasiones, como la de»la oposición¼ varón-mujer; de modo que la razón no sea esclavizada por ellas, habiendo permanecido extraña a sus cambios inestables. Ella es naturalmente dominada por la veneración de la imagen divina, y persuade al alma a transformarse a semejanza divina, por su voluntad, y de pertenecer al gran Reino que subsiste sustancialmente con el Dios y  Padre de todas las cosas, en cuanto morada toda resplandeciente del Espíritu Santo, recibiendo -si está permitido decirlo y en la medida de lo posible - el poder entero de conocer a la naturaleza divina. Por este poder es rechazado el origen de lo peor y subsiste naturalmente el de lo que es mejor; llegando a ser el alma igual a Dios, conservando intacta en sí, por la gracia de su vocación,  la sustancia de los bienes recibidos. Por este poder, Cristo quiere siempre ser engendrado misteriosamente, encarnándose mediante los que son salvados[25]; convierte al alma que lo engendra en una madre virgen que, para decirlo brevemente, no lleva las marcas de la naturaleza sumisa a la corrupción y a la generación según la relación de varón y mujer[26].

Que ninguno se sorprenda de escuchar la corrupción situada antes de la generación. En efecto,  el que examina sin pasión y con recta razón la naturaleza de lo que viene al ser y de lo que se va del ser, encontrará claramente que la generación toma su comienzo de la corrupción y en ella acaba. Cristo (es decir el modo de vida y de la razón de Cristo y según Cristo) no posee como decía, las pasiones características de esta generación y de esta corrupción, si es verídico quien dice: Porque en Cristo Jesús, no hay varón y mujer[27](mostrando evidentemente las características y las pasiones de la naturaleza sumisa a la corrupción y a la generación), sino que hay un principio único y deiforme realizado por el conocimiento divino, y un movimiento único de la voluntad que elige sólo la virtud.
Ni griego y judío[28], por medio de lo cual se significa la diferente noción acerca de la opinión de Dios o, para decir más verdaderamente, la contradicción de opiniones acerca de Dios[29]. La noción griega introduce insensatamente una multiplicidad de principios y  divide el principio único en operaciones y potencias contrarias,  modela un culto politeísta que es contradictorio por la multitud de quienes son adorados, y ridículo por las variadas formas de veneración. La noción judía, por su parte, introduce un principio único, estrecho e imperfecto, casi impersonal, como carente de razón y vida, cayendo, por medios contrarios, en el mismo mal que la primera noción: el ateísmo, circunscribiendo en una única persona al único y mismo principio, que subsiste sin el Logos y el Espíritu, o que sería cualificado por el Logos y el Espíritu. No ve qué sería Dios, privado del Logos y del Espíritu, ni cómo sería Dios dividido por ellos, como si fueran accidentes, de modo cercano a la participación de los seres racionales sujetos a generación. En Cristo, como dije, no hay ninguna de estas cosas, sino sólo principio de la genuina piedad, una sólida ley de la teología mística, la cual rechaza la expansión de la divinidad del primer discurso y no acepta la contracción (de la divinidad) del segundo discurso, para que no haya contradicción por una pluralidad de naturalezas, el error griego, ni padezca por la singularidad de la persona, que es el error judío,  como privado del Logos y del Espíritu, o cualificado por el Logos y el Espíritu, no siendo honrada la divinidad como Inteligencia, Logos y Espíritu. Esto nos enseña a quienes hemos sido introducidos en el conocimiento de la verdad[30] por la llamada de gracia según la fe, a reconocer que la naturaleza y el poder de la divinidad es uno, y que, por lo tanto, hay un Dios contemplado en el Padre, Hijo y Espíritu Santo. Esto significa un solo Nous que existe substancialmente, incausado, que engendra al único Logos que subsiste substancialmente sin principio, y fuente de la única vida eterna esencialmente subsistente, el Espíritu Santo. Trinidad en Unidad y Unidad en Trinidad: no una en la otra, como si la Trinidad estuviera en la Unidad como un accidente en la sustancia, ni vice versa, la Unidad en la Trinidad, porque es incualificada. No como una y otra, porque la Unidad no difiere de la Trinidad por una diferencia de naturaleza puesto que es una naturaleza simple y única. Ni como una después de la otra, porque la Trinidad no se distingue de la Unidad por una disminución de poder, ni la Unidad de la Trinidad. Ni la Unidad se distingue de la Trinidad como algo común y general considerado sólo por el intelecto como distinto de las partes que la constituyen, puesto que es una esencia que existe propiamente por sí misma, y una fuerza que es absolutamente poderosa. Ni como una a través de otra, porque no hay mediación de relación como de efecto a causa entre lo que es completamente idéntico y absoluto. Ni como una de la otra, porque la Trinidad no es una derivación de la Unidad, puesto que es sin origen y se manifiesta a sí misma.
Por el contrario, decimos y pensamos que el mismo Dios es verdaderamente Unidad y Trinidad: Unidad de acuerdo al principio de esencia, y Trinidad según el modo de existencia. Es la misma: toda la Trinidad, no dividida por las personas, y toda la Unidad, no confundida por la unidad[31], para que no sea introducido el politeísmo por la división, ni el ateísmo por la confusión. Huyendo de ambos, brilla el principio de Cristo. Llamo principio de Cristo a la nueva proclamación de la verdad, en la cual no hay varón y mujer[32]”, o sea ni signos ni pasiones de la naturaleza sujeta a la corrupción y a la generación; ni judío y griego, las nociones opuestas acerca de Dios, ni circuncisión eincircuncisión, los cultos diferentes que broten de esas concepciones opuestas. La religión de la circuncisión, por medio de los símbolos de la Ley, envilece la creación visible y acusa al Creador de ser autor de cosas malas. La religión de la incircuncisión, por medio de la pasión, diviniza la creación visible y subleva la creatura contra el Creador; ni bárbaro y escita, o sea, no hay tensión de la voluntad que subleve a la única voluntad contra sí misma, por la cual se introdujo entre los hombres la ley antinatural del mutuo asesinato. Ni esclavo y hombre libre, o sea, la división de la misma naturaleza por oposición de la voluntad, que deshonra lo que por naturaleza es de igual honor, teniendo  la ley como auxiliar a la actitud de los que ejercen una disposición tiránica sobre la dignidad de la imagen. Pero Cristo es todo en todos[33], creando la configuración en el espíritu del reino sin comienzo; configuración que sobrepasa la naturaleza y la ley; configuración caracterizada, como se mostró, por la humildad y mansedumbre de corazón, cuya concurrencia[34] caracteriza, como se ha mostrado, al hombre perfecto creado según Cristo. Porque todo hombre humilde es también totalmente manso  y todo  hombre manso es también totalmente humilde: humilde en cuanto sabe que tiene el ser como prestado; manso en cuanto reconoce el uso natural de las potencias dadas, y los entrega al servicio de la razón para engendrar la virtud, restringiendo su operación sensible, de un modo perfecto. Y por eso, por su nous, está siempre en movimiento hacia Dios[35].
Aún si experimenta al mismo tiempo todo lo que puede afligir su cuerpo, no es movido en modo alguno de acuerdo a los sentidos, ni traza alguna de tristeza marca su alma como sustituyendo la actitud gozosa en él,  porque no piensa que el dolor sensible constituya una pérdida de placer, pues conoce un solo placer: la comunión de vida[36] del alma con el Logos, cuya privación es un castigo sin fin que circunscribe naturalmente todos los siglos, Y por esto, abandonando su cuerpo y las cosas corporales, es llevado vigorosamente hacia la divina comunión de vida, pensando que el único castigo -aun si fuese señor  de todo en la tierra-  consiste en el fracaso de la divinización por la gracia, que él persigue.
Purifiquémonos, por lo tanto, de toda contaminación de la carne y del espíritu[37], para que santifiquemos el nombre de Dios, extinguiendo la concupiscencia que indecentemente nos tormenta con las pasiones, y atemos con la razón la ira que se enfurece desordenadamente con los placeres, para que acojamos al reino de Dios Padre que viene por la mansedumbre. Y conectemos la siguiente petición de la oración, con las cosas dichas anteriormente, diciendo:

“Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”

Quien ofrece místicamente culto a Dios por medio de la sola potencia racional, separado de la concupiscencia y de la ira, ése ha cumplido la voluntad divina sobre la tierra, así como lo hacen las órdenes angélicas en el cielo. Se ha hecho en todo igual a los ángeles en su culto y vida, como dice el gran Apóstol en alguna parte: Nuestra ciudadanía está en el cielo[38], donde no hay concupiscencia para relajar el vigor del nous por medio del placer, ni la ira furiosa, que ladra indecentemente al semejante, sino la sola razón[39] que conduce naturalmente a los seres racionales[40] al primer Principio[41]. Sólo en esta razón se alegra Dios, y pide de nosotros, sus siervos. Y muestra esto diciendo al gran David: ¿Qué hay para mí en el cielo, y aparte de ti, qué deseo en la tierra?[42] Nada es ofrecido a Dios en el cielo por sus santos ángeles, salvo el culto racional[43]; esa adoración que Él espera de nosotros, enseñándonos a decir cuando oramos:”Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”.

Nuestra razón debe ser movida, por lo tanto, a la búsqueda de Dios, la fuerza concupiscible a su deseo, y la de la ira debe luchar por su conservación; o mejor, para hablar más propiamente, el nous debe tender todo hacia Dios, fortificado por la tensión de la potencia irascible y encendido por el deseo extremo de la concupiscencia. Así, pues, seremos encontrados dando culto a Dios en todas las cosas, imitando a los ángeles del cielo y mostraremos entonces sobre la tierra el mismo modo de vida que los ángeles, no moviendo el nous, como ellos, hacia ninguna de las cosas que están después de Dios[44]. Comportándonos así, según los votos, recibiremos como pan supersubstancial  y vivificador para alimento de nuestras almas y conservación en buen estado de los bienes que nos fueron concedidos, al Logos que dijo: Yo soy el pan que ha bajado del cielo y que ha dado la vida al mundo[45]. Él llega a ser todo para nosotros en proporción a la virtud y la sabiduría con la que hemos sido alimentados, encarnándose en una variedad de modos, que sólo Él conoce, en cada uno de los salvados, mientras estamos aún en este siglo, de acuerdo a la fuerza del texto de la oración que dice:



“Danos hoy el pan nuestro de cada día”

Pienso que la palabra “hoy” significa el siglo presente. Por lo tanto, para entender más claramente este pasaje de la oración deberíamos decir: “Danos hoy, a nosotros que vivimos la presente vida mortal, el pan nuestro que has preparado desde el principio para la inmortalidad de la naturaleza”, para que el alimento, que es este pan de vida[46] y  de conocimiento, venza la muerte del pecado; este pan del cual el primer hombre no pudo ser partícipe por la transgresión del mandamiento divino. Porque si se hubiese saciado con este divino alimento, no hubiera caído apresado por la muerte del pecado.
Pero, el que ora para recibir este pan suprasubstancial no lo recibe todo entero como el pan es en sí, sino como él mismo puede recibirlo. Porque el Pan de vida, en cuanto ama a los hombres[47] se da a sí mismo a todos aquellos que lo piden, pero no a todos en el mismo modo: sino más plenamente a aquellos que han hecho grandes obras, mientras que se da de un modo menor a aquellos que han hecho obras más pequeñas; a cada uno, pues, de acuerdo a la dignidad de su nous, según el cual puede recibirlo.
El Salvador me ha abierto el sentido de la presente expresión, cuando ordena explícitamente a sus discípulos no preocuparse por la comida sensible, diciendo: “No os preocupéis por vuestra alma: qué comeréis o qué beberéis; ni por vuestro cuerpo: con qué os vestiréis. Porque son las gentes del mundo quienes se preocupan por estas cosas. Buscad más bien, en primer lugar, el reino de Dios y su justicia y todas estas cosas se os darán en añadidura”[48].
¿Cómo nos enseña, entonces, a rezar por aquello de lo cual nos ha mandado antes no preocuparnos? Es evidente que no nos ordenaba pedir con la oración aquello que no recomendaba buscar mediante el mandamiento. Porque por la oración se debe pedir sólo lo que se debe buscar de acuerdo al mandamiento. Aquello que no estamos inducidos a buscar mediante un mandamiento, no es lícito pedirlo con la oración. Y si el Salvador nos ha mandado buscar sólo el reino de Dios y su justicia, entonces es evidentemente esto lo que sugirió: que aquellos que desean los dones divinos deben pedirlos en la oración.
Habiendo confirmado por medio de la gracia de la oración aquello que se busca naturalmente, une la voluntad de los que piden con la voluntad del que concede la gracia, haciéndolas una sola cosa mediante una relación de unión.

Si también nos manda pedir en la oración el pan cotidiano que sostiene nuestra vida presente, se nos manda no sobrepasar los límites de la oración buscando abrazar, ávidamente, períodos de muchos años, olvidándonos que somos mortales y poseemos una vida que pasa como una sombra. Por el contrario, pidamos sin ansiedad en la oración el pan del día y mostremos que hacemos de la vida cristiana, filosóficamente, una meditación sobre la muerte[49], previniendo con la voluntad la naturaleza, y antes de que venga la muerte, despegando el alma de las preocupaciones corporales, para que no se adhiera a las cosas corruptibles, transfiriendo a la materia el uso de su deseo natural, ni aprenda la avidez que priva de la abundancia de los bienes divinos.
Huyamos con todas las fuerzas, pues, del afecto por la materia y lavémonos de nuestras relaciones con ella como del polvo de nuestros ojos espirituales. Démonos por satisfechos con lo que nos hace subsistir solamente y no con lo que nos da placer en la vida presente; más aún, pidamos a Dios, como se nos ha enseñado, que seamos hechos de mantener el alma libre de la servidumbre, no dominada por ninguna de las cosas visibles a causa del cuerpo. Probemos que  comemos para vivir y no seamos acusados de vivir para comer. Porque aquello es claramente propio de la naturaleza racional, mientras esto lo es de la irracional. Seamos escrupulosos observadores de la oración, mostrando por nuestras acciones que preferimos tenazmente la única y sola vida del Espíritu y que hacemos uso de la vida presente para adquirir aquella, y  a causa de aquella cuidamos de ésta, de modo de no rehusar sostenerla con el solo pan y de mantener su buena salud física, en tanto nos está permitido, no para  vivir sino, más bien, para vivir para Dios. Hacemos, pues, del cuerpo -racionalizado por las virtudes- un mensajero (ángel) del alma, y del alma un heraldo de Dios por su firmeza en el bien. Así limitaremos naturalmente el pedido a un día solo, no atreviéndonos a extenderlo al segundo día, a causa de Aquel que nos ha dado la oración. Así, ordenando nuestras acciones de acuerdo al poder de la oración, podremos pasar, con pureza, a las expresiones siguientes, diciendo:

“Perdónanos nuestras ofensas, así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”

Quien busca por medio de la oración aquel pan incorruptible de la sabiduría, de la cual fuimos privados por la transgresión en el comienzo -según la primera interpretación de las expresiones precedentes- en el siglo presente, del cual hemos dicho que el “hoy” es símbolo, sabe que el único placer consiste en la consecución de los bienes divinos. De ellos Dios es por naturaleza el dispensador, y custodia es la libre voluntad del que los ha recibido. El único dolor es su no-consecución, sugerida por el diablo, pero llevada a cabo por todo el que se aparta de los bienes divinos a causa de la debilidad de su voluntad, no custodiando el valor amado con la disposición de la voluntad. Si esa persona no dirige en modo alguno toda su elección a las cosas visibles y, por eso, no se encuentra sujeto a ninguna  pena que sobrevenga a su cuerpo, ese tal perdona, verdadera e impasiblemente, a aquellos que pecan contra él, porque nadie absolutamente puede poner mano en el bien que él busca con tanto celo, porque cree que es inalienable por naturaleza. Y se hace a sí mismo ejemplo de virtud para Dios  -si se puede decir esto- e invita al inimitable a imitarlo, diciendo: “Perdónanos nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”[50]. Exhorta a Dios que sea para él, lo que él es para sus prójimos. Porque así como él perdonó las ofensas de los que habían pecado contra él, desea ser  también él perdonado por Dios. Esto manifiesta que así como Dios, imperturbablemente, perdona a aquellos que perdonan, así también quien permaneciendo impasible ante las cosas que le suceden, perdona a los que lo han ofendido, sin permitir que en su nous se imprima recuerdo alguno de las penas que le han sobrevenido, para no ser acusado de dividir la naturaleza por su libre voluntad, separándose él, que es hombre, de otro hombre. Así unida la voluntad al principio de naturaleza, la reconciliación de Dios con la naturaleza viene naturalmente porque, por otra parte, no es posible para la naturaleza en rebelión contra sí misma por su voluntad, recibir la inefable condescendencia divina. Y quizá por esto Dios quiere que primero nos reconciliemos entre nosotros, no para aprender de nosotros a reconciliarse con los pecadores y a perdonar la satisfacción de muchos y terribles crímenes, sino para purificarnos de las pasiones y mostrar que la disposición de aquellos que han sido perdonados está de acuerdo con la condición de la gracia. Es bien claro que cuando la voluntad se ha unido a la razón de la naturaleza, la facultad de elección -de aquellos que hayan alcanzado esto- no estará más en rebelión contra Dios, puesto que nada es considerado contrario a la razón en el principio de la naturaleza, el cual es ley natural y divina, cuando asuma el movimiento de la voluntad, operante conforme a tal razón. Si no hay nada de contrario a la razón en el principio de la naturaleza, es normal que la voluntad que se mueve según la razón de la naturaleza tendrá su propia operación de acuerdo con Dios. Y ésta es una disposición activa, caracterizada por la gracia de Aquel que por naturaleza es bueno, destinada a dar vida a la virtud.
Éstas son, pues, las disposiciones del que pide en la oración el pan espiritual. Y, también además de él, el que, constreñido por la naturaleza pide sólo el pan de cada día, deberá tener las mismas disposiciones, perdonando las ofensas a los que lo ofenden, sabiendo que él es mortal por naturaleza; y, recibiendo cada día en la incertidumbre lo que sucede por naturaleza, previene la naturaleza con la voluntad, muriendo voluntariamente para el mundo, según lo dicho: “Por tu causa somos llevados a la muerte cada día, somos considerados como ovejas de matadero”[51]. Por eso se ofrece en libación por todos, para que no permanezca en él traza alguna de la perversidad del siglo presente, trasladado a la vida que no envejece, y reciba del juez y salvador del universo, la recompensa adecuada por aquello que ha hecho aquí abajo. Porque una disposición pura hacia los que nos han entristecido es necesaria para el mutuo beneficio de ambos, a causa de todo lo precedente y en no menor medida por la fuerza de las palabras que quedan por decir, y que tienen esta forma:

“Y no nos dejes entrar en tentación, sino
líbranos del  Maligno”

La oración nos manifiesta en estas palabras cómo el que no perdona totalmente a los que lo ofenden, y no presenta a Dios un corazón purificado de la tristeza, iluminado por la luz de la reconciliación con su prójimo, perderá la gracia de los bienes por los que ora. Y también, según un justo juicio, será entregado a la tentación y al Maligno para que aprenda así a purificarse de las culpas, eliminando sus disputas con el prójimo. Aquí llama “tentación” ahora a la ley del pecado, la cual no tenía el primer hombre cuando fue creado. Es llamado “Maligno” el diablo que ha infundido esta ley en la naturaleza de los hombres y que por medio del engaño ha persuadido al hombre a transferir el deseo de su alma, de las cosas lícitas a aquellas prohibidas[52] y volverse a la transgresión del mandamiento divino, cuyo fruto fue la pérdida de la incorruptibilidad dada por gracia.
También llama “tentación” a la disposición voluntaria del alma hacia las pasiones de la carne; y es llamado “Maligno” el modo de la realización en acto de la disposición pasional. De ninguna de éstas librará el justo juez a quien no ha perdonado las ofensas de los que lo ofenden, aún si lo pide vanamente mediante la oración; sino que, por el contrario, permite que tal hombre sea manchado por la ley del pecado, y dejará que sea dominado por el maligno aquel cuya voluntad es dura y rígida, porque ha preferido las pasiones de la deshonra, sembradas por el diablo, a la naturaleza, creada por Dios. A aquel que voluntariamente está inclinado hacia las pasiones de la carne, Dios no le impide realizarlas de hecho; no lo libra de la realización en acto de la inclinación hacia las pasiones, porque él ha considerado la naturaleza como inferior a las pasiones inconsistentes, porque por su empeño por ellas ha ignorado el principio de la naturaleza. En el movimiento de este principio debería saber cuál es la ley de la naturaleza y cuál es la de las pasiones, cuya tiranía adviene por una elección de la voluntad y no por naturaleza. Debería también preservar la ley de la naturaleza con una actividad conforme a la naturaleza, y mantener la ley de las pasiones alejadas de su voluntad;  y con la razón a la naturaleza, que de sí permanece pura e inmaculada, debería salvaguardar libre de odio y división, y constituir a la voluntad como compañera de la naturaleza, de modo que no sea llevada en modo alguno hacia aquello que no ha sido concedido por el principio de la naturaleza. Así habría alejado todo odio y toda distancia respecto a quien le es afín por naturaleza de modo que, diciendo esta oración, fuera escuchado y obtenga de Dios una gracia doble en vez de una sola: el perdón de las culpas pasadas, y la protección y liberación  respecto a las futuras. Porque Dios no permite que entre en tentación y no lo abandona a la esclavitud del Maligno por este único motivo: porque está dispuesto a perdonar las ofensas al prójimo.





Notas:
[1] Col  2, 3.
[2] Sal  15, 12.
[3] Jon 2, 10.
[4] 1 S  1, 10.
[5] 2 Cro 32, 20.
[6] Mt  6, 9.
[7] “mystagogei”
[8] Cf. Lc  11, 2, según ciertos mansucritos.
[9] Ef  2, 21- 22.
[10] Is  66, 2.
[11] Mt  5, 4.
[12] Mt  22, 30.
[13] Mt  25, 34.
[14] Mt  25, 21.
[15] 1 Co  15, 52 y 1 Ts  4, 15- 17.
[16] 2 Co  6, 8.
[17] Mt  11, 29.
[18] Ga  3, 28.
[19] Ésta es otra denominación de la vida activa o práxis, que es la primera etapa del ascenso espiritual.
[20] El texto dice “melota”, la cual es un manto pesado de piel de oveja, distintivo de la indumentaria monástica.
[21] Superación de la vida activa y de la praxis  por la contemplación.
[22] Cf. 2 R  2, 1-14.
[23] Explicación fisiológica de las pasiones.
[24] Cf. Hch  17, 28.
[25] Cf. Quaestiones ad Thalassium  22, 321b.
[26] Ga  3, 28; Col  3, 11.
[27] Ga  3, 28.