San
Máximo:
Interpretación
del Padre Nuestro
La
Oración como realización del Designio
En efecto,
ella habla del Padre, del Nombre del Padre y del Reino. Ella expresa
también que aquel que ora es hijo de este Padre en la gracia. Pide que lo
que está en el cielo y lo que está sobre la tierra provengan de una única
voluntad. Manda pedir el pan cotidiano. Pone la reconciliación como ley para
los hombres, y por el perdonar y de ser perdonado, une a sí misma la naturaleza
para que no esté más escindida por la diferencia entre las voluntades. Ella nos
enseña a suplicar para no caer en tentación (que es la ley del pecado) y
exhorta a ser liberados del mal. En efecto, era necesario que aquel que realiza
y concede los bienes fuera también el maestro, y que les presente también como
a sus discípulos las palabras de la Oración, como los preceptos para esta vida,
a quienes creen en él e imitan su conducta en la carne. Por estas palabras ha
significado los tesoros escondidos de la sabiduría y del conocimiento[1]que subsisten específicamente en él, impulsando evidentemente
el deseo de aquellos que suplican hacia el goce de esos tesoros.
Por
eso, pienso, la Escritura ha llamado ‘oración’ a este enseñanza porque comporta
la petición de los dones que Dios da los hombres por gracia. En efecto, así
como nuestros Padres, inspirados por Dios han explicado y definido la oración,
diciendo que ella es una petición de lo que Dios regala convenientemente a los
hombres, como él lo sabe; igualmente han definido al voto como un compromiso,
o una promesa, de las cosas que los hombres ofrecen a Dios dándole un culto
verdadero. Han expuesto con frecuencia que la Escritura da testimonio de ello
con su propia palabra, así: “Haced votos y ofrendas al Señor, nuestro Dios[2] y Todo de lo cual he hecho voto, te lo ofreceré,
Señor, nuestro Dios”[3]. Esto es lo que se ha dicho respecto al voto; y respecto a la
oración: “Ana oró al Señor y dijo: ‘Señor Adonai, Eloí Sabaoth, si tú te dignas
satisfacer a tu sierva y conceder un fruto a mis entrañas’ “[4], y “Oró Ezequías, rey de Judá, así como el profeta Isaías,
hijo de Amós al Señor”[5] y lo dicho por el Señor a sus discípulos: Cuando
oren, digan: ‘Padre Nuestro que estás en los cielos’[6]. Así el voto puede ser la guarda de los mandamientos,
ratificada por las acciones voluntarias del que hace el voto; y la oración es
la petición de aquel que ha guardado los bienes, hecha para tener parte en los
bienes que ha guardado; o incluso, el voto, es el combate de la virtud, ofrenda
que Dios acepta con la más grande complacencia; y la oración es la recompensa
de la virtud, que Dios da a cambio con gran gozo.
Comentario
Continuado
Puesto
que ha sido demostrado que la oración es una petición de los bienes de los
cuales el Logos encarnado es autor, poniendo en nosotros lo mismo que nos
han enseñado las palabras de la Oración, avancemos con confianza, desnudando
cuidadosamente por la contemplación, tanto cuanto es posible, el sentido de
cada palabra, como el Logos mismo acostumbra conceder convenientemente y dar la
potencia de comprender el pensamiento de aquel que dice...
“Padre Nuestro, que
estás en los cielos. Santificado sea tu nombre, venga tu Reino”
En
primer lugar, el Señor enseña, por estas palabras, a aquellos que oran a comenzar,
como conviene, por la teología; y los introduce en el misterio[7] del modo de la existencia de la Causa Creadora de los
seres, que es, por esencia, el autor de los seres. En efecto, las palabras de
la oración muestran al Padre, al Nombre del Padre y el Reino del Padre, para
que seamos enseñados desde el mismo principio a honrar, invocar y adorar la
Trinidad Una. Porque el Hijo unigénito, es el Nombre de Dios Padre que subsiste
esencialmente; y el Espíritu Santo, es el Reino de Dios Padre que subsiste
esencialmente. En efecto, lo que aquí Mateo llama “Reino”, otro de los
evangelistas lo llama Espíritu Santo: Que venga tu Espíritu Santo y
que nos purifique[8]. En efecto, el Padre no tiene un Nombre recibido, y no debemos
pensar al Reino como una dignidad agregada a Él. No ha comenzado a ser de modo
que comience también a ser Padre o Rey, sino que siendo siempre, es
también siempre Padre y Rey, no habiendo comenzado de ningún modo, ni a ser, ni
a ser Padre o Rey. Y si siendo siempre, es también siempre Padre y Rey,
entonces también el Hijo y el Espíritu Santo han coexistido siempre
esencialmente con el Padre; son naturalmente a partir de Él y en Él, más allá
de la causa y de la razón; sin embargo no son después de Él, como si hubieran
advenido posteriormente, en tanto causados por Él. Porque la relación posee la
capacidad de mostrar uno en el otro al mismo tiempo, a aquellos de los cuales
ella es y es llamada relación, no permitiendo por esto, que sean considerados
uno después del otro.
Comenzando
esta oración somos conducidos a honrar la Trinidad consubstancial y
supersubstancial, en tanto Causa creadora de nuestro origen. También se nos
enseña a anunciarnos a nosotros mismos la gracia de la filiación, hechos dignos
de llamar Padre por la gracia, a aquel que nos ha creado por naturaleza; para
que, respetando la invocación de quien nos ha hecho nacer por la gracia, nos
empeñemos en significar en nuestra vida la impronta de aquel que nos ha hecho nacer,
santificando su Nombre sobre la tierra, imitándolo como a un Padre,
mostrándonos como sus hijos por nuestras acciones, y magnificando por nuestros
pensamientos y acciones al Hijo por naturaleza del Padre, que obra por sí mismo
la filiación.
Santificamos
el Nombre del Padre por gracia en los cielos, mortificando la concupiscencia
por la materia purificándonos de las pasiones que realizan la corrupción,
porque la santificación es la total inmovilidad y mortificación de la
concupiscencia de los sentidos. Llegados a esto, calmamos los impertinentes
ataques de la ira, la cual no tiene más a la concupiscencia que la excite y
persuada en luchar por los placeres familiares, puesto que la concupiscencia
está mortificada ya por la santidad según al principio de naturaleza. En
efecto, la ira que por naturaleza es vengadora de la concupiscencia, cesa
naturalmente de enfurecerse cuando la ve »a la
concupiscencia¼ mortificada.
Con
razón, pues, tras el rechazo de la ira y de la concupiscencia viene, según la
oración, la posesión del Reino de Dios Padre para aquellos que, después de
haberlas rechazado, son hechos dignos de decir “Que venga tu Reino”, es
decir, tu Espíritu Santo. Por el principio y el modo de la mansedumbre, han
sido ya hechos templos de Dios por el Espíritu[9]. En efecto, se ha dicho: ¿Sobre quién reposaré, si no
sobre aquel que es dulce, sobre aquel que es humilde y que teme mis palabras?[10]. De donde es visible que el Reino de Dios Padre es de los
humildes y de los dulces. Porque se ha dicho: Bienaventurados los dulces,
porque heredarán la tierra[11]- No es esta tierra, que ocupa por naturaleza el lugar
intermedio del universo, la que Dios ha prometido en herencia a aquellos que lo
aman, si dice verdaderamente cuando afirma: “Cuando resucitarán los muertos, no
tomarán ni mujer ni marido, sino que serán como loa ángeles en el cielo”[12] y: “Venid, benditos de mi Padre, heredaréis el Reino
preparado para vosotros desde la fundación del mundo”[13]. Y nuevamente a otro que servía con buena voluntad: “Entra en
el gozo de tu Señor”[14]. Y después de él, el divino Apóstol: “Con la trompeta,
aquellos que han muerto en Cristo resucitarán primero, incorruptibles; luego
nosotros, los que vivimos, que permanecemos aún aquí, al mismo tiempo que
ellos, seremos raptados en las nubes al encuentro del Señor en los aires, y así
estaremos para siempre con el Señor”[15].
Habiendo
sido hechas tales promesas a los aman al Señor, ¿quién, si ha adherido su
intelecto a las solas palabras de la Escritura, movido por la razón y
deseando ser servidor de ella, dirá que el “cielo”, el Reino
preparado desde la creación del mundo, el gozo misteriosamente escondido del
Señor, la habitación y morada continuas y totalmente ininterrumpidas con el
Señor de aquellos que son dignos, son de alguna manera idénticos a la tierra?
Por el contrario, pienso poder decir ahora que la tierra es este hábito y esta
potencia de los mansos, que es firme y totalmente inseparable del bien; en
cuanto está siempre con el Señor y tiene un gozo indeficiente; ha obtenido el
Reino preparado desde el origen y ha sido hecha digna del reposo y orden en el
cielo, como una tierra que ocupa la posición media del universo, es decir el
principio de la virtud. Según este principio, el manso, en medio del bien y del
mal que se dice de él[16], permanece imperturbable, sin ser inflado por aquello que se
dice de bueno, ni entristecido por lo que se dice de malo. Porque la razón es
naturalmente libre, después de haber rechazado el deseo, no percibe los asaltos
cuando estos la turban; ella ha reposado de la agitación respecto a estas
cosas, y ha amarrado toda la potencia del alma a la inmóvil libertad
divina. Y deseando distribuirla a sus discípulos, el Señor dice: “Cargad mi
yugo sobre vosotros y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón,
y encontraréis reposo para vuestras almas”[17]. Llama reposo a la posesión del Reino divino, en tanto que
produce en aquellos que son dignos una soberanía liberada de toda esclavitud.
Si
la posesión indestructible del Reino puro ha sido dada a los humildes y a los
mansos, ¿quién no amará apasionadamente y deseará totalmente los bienes divinos
de manera de no tender, hasta el extremo a la humildad y la mansedumbre para
llegar a ser -en tanto es posible al hombre- impronta del Reino de Dios,
llevando en sí por la gracia la inmutable configuración con Cristo en el
Espíritu, quien es en verdad, naturalmente y por esencia, el gran Rey?
En
esta configuración, dice el divino Apóstol: no hay varón y mujer[18], es decir ni ira ni concupiscencia. En efecto, aquella saca
tiránicamente a la razón y al pensamiento, fuera de la ley de la naturaleza. Y
la concupiscencia hace que los seres que son según la Causa y Naturaleza única,
sola deseable e impasible, sean más deseables que Aquella. Por eso hace a la
carne más preferible que el espíritu, y el gozo de lo visible más
agradable que la gloria y el resplandor de los inteligibles. Por la molicie del
placer de los sentidos, aparta al nous de la percepción divina de los
inteligibles, que le es connatural. Pero en esta configuración no hay más que
la razón sola; que se ha despojado por la sobreabundancia de virtud de esta
ternura y disposición al cuerpo, ternura y disposición que son no sólo
imperturbables sino también naturales. El Espíritu domina totalmente a la
naturaleza, persuadiendo al nous a abandonar la filosofía moral[19], cuando debe unirse al Logos suprasubstancial por la
contemplación simple e indivisa (aún si contribuye naturalmente a que el nous
se aparte fácilmente y sobrepase las cosas que fluyen temporalmente). Habiendo
sobrepasado estas cosas, no es razonable imponer la carga de la vía ética como
una manto[20], a quien que se ha mostrado desprendido de las cosas
sensibles[21].
Y
el gran Elías manifiesta claramente este misterio, por medio de las cosas que
realizó en figura[22]. Durante su rapto da a Eliseo su manto (quiero decir la
mortificación de la carne, en la cual ha fijado la magnificencia de la recta
ordenación moral) para asistir al espíritu contra toda potencia adversaria y
para que golpee la naturaleza inestable y que fluye (cuyo tipo era el Jordán),
a fin de que no impida al discípulo atravesar hacia la tierra santa y ser
tragado por la turbación y lo resbaladizo de la afección a la materia. Avanza
libre hacia Dios, no siendo dominado absolutamente por relación alguna con los
seres, teniendo simple el deseo e incompuesta su voluntad, para establecer su
morada en Aquel que es simple por naturaleza, por medio de las virtudes
generales, encadenadas éstas gnósticamente unas a otras como los caballos de
fuego. Él sabía, en efecto, que el discípulo de Cristo debe estar apartado de
las disposiciones desiguales, cuya diferencia prueba la hostilidad (porque la
pasión de concupiscencia produce una efusión de sangre en torno al corazón y el
movimiento de ira produce, evidentemente, la ebullición de esta sangre)[23]. Llegado a la vida, el movimiento y el ser en Cristo[24], había alejado de sí el origen discordante de las
desigualdades, no llevando más en sí las disposiciones contrarias -diría- de
estas pasiones, como la de»la oposición¼ varón-mujer; de modo que la razón
no sea esclavizada por ellas, habiendo permanecido extraña a sus cambios
inestables. Ella es naturalmente dominada por la veneración de la imagen
divina, y persuade al alma a transformarse a semejanza divina, por su voluntad,
y de pertenecer al gran Reino que subsiste sustancialmente con el Dios y
Padre de todas las cosas, en cuanto morada toda resplandeciente del Espíritu
Santo, recibiendo -si está permitido decirlo y en la medida de lo posible - el
poder entero de conocer a la naturaleza divina. Por este poder es rechazado el
origen de lo peor y subsiste naturalmente el de lo que es mejor; llegando a ser
el alma igual a Dios, conservando intacta en sí, por la gracia de su
vocación, la sustancia de los bienes recibidos. Por este poder, Cristo
quiere siempre ser engendrado misteriosamente, encarnándose mediante los que
son salvados[25]; convierte al alma que lo engendra en una madre virgen que,
para decirlo brevemente, no lleva las marcas de la naturaleza sumisa a la
corrupción y a la generación según la relación de varón y mujer[26].
Que
ninguno se sorprenda de escuchar la corrupción situada antes de la generación.
En efecto, el que examina sin pasión y con recta razón la naturaleza de
lo que viene al ser y de lo que se va del ser, encontrará claramente que la
generación toma su comienzo de la corrupción y en ella acaba. Cristo (es decir
el modo de vida y de la razón de Cristo y según Cristo) no posee como decía,
las pasiones características de esta generación y de esta corrupción, si es
verídico quien dice: Porque en Cristo Jesús, no hay varón y mujer[27](mostrando evidentemente las características y las pasiones de
la naturaleza sumisa a la corrupción y a la generación), sino que hay un
principio único y deiforme realizado por el conocimiento divino, y un
movimiento único de la voluntad que elige sólo la virtud.
Ni griego
y judío[28], por medio de lo cual se significa la diferente noción acerca
de la opinión de Dios o, para decir más verdaderamente, la contradicción de
opiniones acerca de Dios[29]. La noción griega introduce insensatamente una multiplicidad
de principios y divide el principio único en operaciones y potencias
contrarias, modela un culto politeísta que es contradictorio por la
multitud de quienes son adorados, y ridículo por las variadas formas de
veneración. La noción judía, por su parte, introduce un principio único,
estrecho e imperfecto, casi impersonal, como carente de razón y vida, cayendo,
por medios contrarios, en el mismo mal que la primera noción: el ateísmo,
circunscribiendo en una única persona al único y mismo principio, que subsiste
sin el Logos y el Espíritu, o que sería cualificado por el Logos y el Espíritu.
No ve qué sería Dios, privado del Logos y del Espíritu, ni cómo sería Dios
dividido por ellos, como si fueran accidentes, de modo cercano a la
participación de los seres racionales sujetos a generación. En Cristo, como
dije, no hay ninguna de estas cosas, sino sólo principio de la genuina piedad,
una sólida ley de la teología mística, la cual rechaza la expansión de la
divinidad del primer discurso y no acepta la contracción (de la divinidad) del
segundo discurso, para que no haya contradicción por una pluralidad de
naturalezas, el error griego, ni padezca por la singularidad de la persona, que
es el error judío, como privado del Logos y del Espíritu, o cualificado
por el Logos y el Espíritu, no siendo honrada la divinidad como Inteligencia,
Logos y Espíritu. Esto nos enseña a quienes hemos sido introducidos en el
conocimiento de la verdad[30] por la llamada de gracia según la fe, a reconocer que la
naturaleza y el poder de la divinidad es uno, y que, por lo tanto, hay un Dios
contemplado en el Padre, Hijo y Espíritu Santo. Esto significa un solo Nous que
existe substancialmente, incausado, que engendra al único Logos que subsiste substancialmente
sin principio, y fuente de la única vida eterna esencialmente subsistente, el
Espíritu Santo. Trinidad en Unidad y Unidad en Trinidad: no una en la otra,
como si la Trinidad estuviera en la Unidad como un accidente en la sustancia,
ni vice versa, la Unidad en la Trinidad, porque es incualificada. No como una y
otra, porque la Unidad no difiere de la Trinidad por una diferencia de
naturaleza puesto que es una naturaleza simple y única. Ni como una después de
la otra, porque la Trinidad no se distingue de la Unidad por una disminución de
poder, ni la Unidad de la Trinidad. Ni la Unidad se distingue de la Trinidad
como algo común y general considerado sólo por el intelecto como distinto de
las partes que la constituyen, puesto que es una esencia que existe propiamente
por sí misma, y una fuerza que es absolutamente poderosa. Ni como una a través
de otra, porque no hay mediación de relación como de efecto a causa entre lo
que es completamente idéntico y absoluto. Ni como una de la otra, porque la Trinidad
no es una derivación de la Unidad, puesto que es sin origen y se manifiesta a
sí misma.
Por
el contrario, decimos y pensamos que el mismo Dios es verdaderamente Unidad y
Trinidad: Unidad de acuerdo al principio de esencia, y Trinidad según el modo de
existencia. Es la misma: toda la Trinidad, no dividida por las personas, y toda
la Unidad, no confundida por la unidad[31], para que no sea introducido el politeísmo por la división,
ni el ateísmo por la confusión. Huyendo de ambos, brilla el principio de
Cristo. Llamo principio de Cristo a la nueva proclamación de la verdad, en la
cual no hay varón y mujer[32]”, o sea ni signos ni pasiones de la naturaleza sujeta a la
corrupción y a la generación; ni judío y griego, las nociones opuestas
acerca de Dios, ni circuncisión eincircuncisión, los cultos
diferentes que broten de esas concepciones opuestas. La religión de la
circuncisión, por medio de los símbolos de la Ley, envilece la creación visible
y acusa al Creador de ser autor de cosas malas. La religión de la
incircuncisión, por medio de la pasión, diviniza la creación visible y subleva
la creatura contra el Creador; ni bárbaro y escita, o sea, no hay tensión
de la voluntad que subleve a la única voluntad contra sí misma, por la cual se
introdujo entre los hombres la ley antinatural del mutuo asesinato. Ni
esclavo y hombre libre, o sea, la división de la misma naturaleza por oposición
de la voluntad, que deshonra lo que por naturaleza es de igual honor,
teniendo la ley como auxiliar a la actitud de los que ejercen una
disposición tiránica sobre la dignidad de la imagen. Pero Cristo es todo
en todos[33], creando la configuración en el espíritu del reino sin
comienzo; configuración que sobrepasa la naturaleza y la ley; configuración
caracterizada, como se mostró, por la humildad y mansedumbre de corazón, cuya
concurrencia[34] caracteriza, como se ha mostrado, al hombre perfecto
creado según Cristo. Porque todo hombre humilde es también totalmente
manso y todo hombre manso es también totalmente humilde: humilde en
cuanto sabe que tiene el ser como prestado; manso en cuanto reconoce el uso
natural de las potencias dadas, y los entrega al servicio de la razón para
engendrar la virtud, restringiendo su operación sensible, de un modo perfecto.
Y por eso, por su nous, está siempre en movimiento hacia Dios[35].
Aún
si experimenta al mismo tiempo todo lo que puede afligir su cuerpo, no es
movido en modo alguno de acuerdo a los sentidos, ni traza alguna de tristeza
marca su alma como sustituyendo la actitud gozosa en él, porque no piensa
que el dolor sensible constituya una pérdida de placer, pues conoce un solo
placer: la comunión de vida[36] del alma con el Logos, cuya privación es un castigo sin
fin que circunscribe naturalmente todos los siglos, Y por esto, abandonando su
cuerpo y las cosas corporales, es llevado vigorosamente hacia la divina
comunión de vida, pensando que el único castigo -aun si fuese señor de
todo en la tierra- consiste en el fracaso de la divinización por la
gracia, que él persigue.
Purifiquémonos,
por lo tanto, de toda contaminación de la carne y del espíritu[37], para que santifiquemos el nombre de Dios, extinguiendo la
concupiscencia que indecentemente nos tormenta con las pasiones, y atemos con
la razón la ira que se enfurece desordenadamente con los placeres, para que
acojamos al reino de Dios Padre que viene por la mansedumbre. Y conectemos la
siguiente petición de la oración, con las cosas dichas anteriormente, diciendo:
“Hágase tu voluntad en
la tierra como en el cielo”
Quien
ofrece místicamente culto a Dios por medio de la sola potencia racional,
separado de la concupiscencia y de la ira, ése ha cumplido la voluntad divina
sobre la tierra, así como lo hacen las órdenes angélicas en el cielo. Se ha
hecho en todo igual a los ángeles en su culto y vida, como dice el gran Apóstol
en alguna parte: Nuestra ciudadanía está en el cielo[38], donde no hay concupiscencia para relajar el vigor del nous
por medio del placer, ni la ira furiosa, que ladra indecentemente al semejante,
sino la sola razón[39] que conduce naturalmente a los seres racionales[40] al primer Principio[41]. Sólo en esta razón se alegra Dios, y pide de nosotros, sus
siervos. Y muestra esto diciendo al gran David: ¿Qué hay para mí en el
cielo, y aparte de ti, qué deseo en la tierra?[42] Nada es ofrecido a Dios en el cielo por sus santos
ángeles, salvo el culto racional[43]; esa adoración que Él espera de nosotros, enseñándonos a
decir cuando oramos:”Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”.
Nuestra
razón debe ser movida, por lo tanto, a la búsqueda de Dios, la fuerza
concupiscible a su deseo, y la de la ira debe luchar por su conservación; o
mejor, para hablar más propiamente, el nous debe tender todo hacia Dios,
fortificado por la tensión de la potencia irascible y encendido por el deseo
extremo de la concupiscencia. Así, pues, seremos encontrados dando culto a Dios
en todas las cosas, imitando a los ángeles del cielo y mostraremos entonces
sobre la tierra el mismo modo de vida que los ángeles, no moviendo el nous,
como ellos, hacia ninguna de las cosas que están después de Dios[44]. Comportándonos así, según los votos, recibiremos como pan
supersubstancial y vivificador para alimento de nuestras almas y
conservación en buen estado de los bienes que nos fueron concedidos, al Logos
que dijo: Yo soy el pan que ha bajado del cielo y que ha dado la vida al
mundo[45]. Él llega a ser todo para nosotros en proporción a la virtud
y la sabiduría con la que hemos sido alimentados, encarnándose en una variedad
de modos, que sólo Él conoce, en cada uno de los salvados, mientras estamos aún
en este siglo, de acuerdo a la fuerza del texto de la oración que dice:
“Danos hoy el pan
nuestro de cada día”
Pienso
que la palabra “hoy” significa el siglo presente. Por lo tanto, para entender
más claramente este pasaje de la oración deberíamos decir: “Danos hoy, a
nosotros que vivimos la presente vida mortal, el pan nuestro que has preparado
desde el principio para la inmortalidad de la naturaleza”, para que el
alimento, que es este pan de vida[46] y de conocimiento, venza la muerte del pecado;
este pan del cual el primer hombre no pudo ser partícipe por la transgresión
del mandamiento divino. Porque si se hubiese saciado con este divino alimento,
no hubiera caído apresado por la muerte del pecado.
Pero,
el que ora para recibir este pan suprasubstancial no lo recibe todo entero como
el pan es en sí, sino como él mismo puede recibirlo. Porque el Pan de vida, en
cuanto ama a los hombres[47] se da a sí mismo a todos aquellos que lo piden, pero no
a todos en el mismo modo: sino más plenamente a aquellos que han hecho grandes
obras, mientras que se da de un modo menor a aquellos que han hecho obras más
pequeñas; a cada uno, pues, de acuerdo a la dignidad de su nous, según el cual
puede recibirlo.
El
Salvador me ha abierto el sentido de la presente expresión, cuando ordena
explícitamente a sus discípulos no preocuparse por la comida sensible,
diciendo: “No os preocupéis por vuestra alma: qué comeréis o qué beberéis; ni
por vuestro cuerpo: con qué os vestiréis. Porque son las gentes del mundo
quienes se preocupan por estas cosas. Buscad más bien, en primer lugar, el
reino de Dios y su justicia y todas estas cosas se os darán en añadidura”[48].
¿Cómo
nos enseña, entonces, a rezar por aquello de lo cual nos ha mandado antes no
preocuparnos? Es evidente que no nos ordenaba pedir con la oración aquello que
no recomendaba buscar mediante el mandamiento. Porque por la oración se debe
pedir sólo lo que se debe buscar de acuerdo al mandamiento. Aquello que no
estamos inducidos a buscar mediante un mandamiento, no es lícito pedirlo con la
oración. Y si el Salvador nos ha mandado buscar sólo el reino de Dios y su
justicia, entonces es evidentemente esto lo que sugirió: que aquellos que
desean los dones divinos deben pedirlos en la oración.
Habiendo
confirmado por medio de la gracia de la oración aquello que se busca
naturalmente, une la voluntad de los que piden con la voluntad del que concede
la gracia, haciéndolas una sola cosa mediante una relación de unión.
Si
también nos manda pedir en la oración el pan cotidiano que sostiene nuestra
vida presente, se nos manda no sobrepasar los límites de la oración buscando
abrazar, ávidamente, períodos de muchos años, olvidándonos que somos mortales y
poseemos una vida que pasa como una sombra. Por el contrario, pidamos sin
ansiedad en la oración el pan del día y mostremos que hacemos de la vida
cristiana, filosóficamente, una meditación sobre la muerte[49], previniendo con la voluntad la naturaleza, y antes de que
venga la muerte, despegando el alma de las preocupaciones corporales, para que
no se adhiera a las cosas corruptibles, transfiriendo a la materia el uso de su
deseo natural, ni aprenda la avidez que priva de la abundancia de los bienes
divinos.
Huyamos
con todas las fuerzas, pues, del afecto por la materia y lavémonos de nuestras
relaciones con ella como del polvo de nuestros ojos espirituales. Démonos por
satisfechos con lo que nos hace subsistir solamente y no con lo que nos da
placer en la vida presente; más aún, pidamos a Dios, como se nos ha enseñado,
que seamos hechos de mantener el alma libre de la servidumbre, no dominada por
ninguna de las cosas visibles a causa del cuerpo. Probemos que comemos
para vivir y no seamos acusados de vivir para comer. Porque aquello es
claramente propio de la naturaleza racional, mientras esto lo es de la
irracional. Seamos escrupulosos observadores de la oración, mostrando por
nuestras acciones que preferimos tenazmente la única y sola vida del Espíritu y
que hacemos uso de la vida presente para adquirir aquella, y a causa de
aquella cuidamos de ésta, de modo de no rehusar sostenerla con el solo pan y de
mantener su buena salud física, en tanto nos está permitido, no para
vivir sino, más bien, para vivir para Dios. Hacemos, pues, del cuerpo
-racionalizado por las virtudes- un mensajero (ángel) del alma, y del alma un
heraldo de Dios por su firmeza en el bien. Así limitaremos naturalmente el
pedido a un día solo, no atreviéndonos a extenderlo al segundo día, a causa de
Aquel que nos ha dado la oración. Así, ordenando nuestras acciones de acuerdo
al poder de la oración, podremos pasar, con pureza, a las expresiones
siguientes, diciendo:
“Perdónanos nuestras
ofensas, así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”
Quien
busca por medio de la oración aquel pan incorruptible de la sabiduría, de la
cual fuimos privados por la transgresión en el comienzo -según la primera
interpretación de las expresiones precedentes- en el siglo presente, del cual
hemos dicho que el “hoy” es símbolo, sabe que el único placer consiste en la
consecución de los bienes divinos. De ellos Dios es por naturaleza el
dispensador, y custodia es la libre voluntad del que los ha recibido. El único
dolor es su no-consecución, sugerida por el diablo, pero llevada a cabo por
todo el que se aparta de los bienes divinos a causa de la debilidad de su
voluntad, no custodiando el valor amado con la disposición de la voluntad. Si
esa persona no dirige en modo alguno toda su elección a las cosas visibles y,
por eso, no se encuentra sujeto a ninguna pena que sobrevenga a su cuerpo,
ese tal perdona, verdadera e impasiblemente, a aquellos que pecan contra él,
porque nadie absolutamente puede poner mano en el bien que él busca con tanto
celo, porque cree que es inalienable por naturaleza. Y se hace a sí mismo
ejemplo de virtud para Dios -si se puede decir esto- e invita al
inimitable a imitarlo, diciendo: “Perdónanos nuestras ofensas, como también
nosotros perdonamos a los que nos ofenden”[50]. Exhorta a Dios que sea para él, lo que él es para sus
prójimos. Porque así como él perdonó las ofensas de los que habían pecado
contra él, desea ser también él perdonado por Dios. Esto manifiesta que
así como Dios, imperturbablemente, perdona a aquellos que perdonan, así también
quien permaneciendo impasible ante las cosas que le suceden, perdona a los que
lo han ofendido, sin permitir que en su nous se imprima recuerdo alguno de las
penas que le han sobrevenido, para no ser acusado de dividir la naturaleza por
su libre voluntad, separándose él, que es hombre, de otro hombre. Así unida la
voluntad al principio de naturaleza, la reconciliación de Dios con la
naturaleza viene naturalmente porque, por otra parte, no es posible para la
naturaleza en rebelión contra sí misma por su voluntad, recibir la inefable
condescendencia divina. Y quizá por esto Dios quiere que primero nos
reconciliemos entre nosotros, no para aprender de nosotros a reconciliarse con
los pecadores y a perdonar la satisfacción de muchos y terribles crímenes, sino
para purificarnos de las pasiones y mostrar que la disposición de aquellos que
han sido perdonados está de acuerdo con la condición de la gracia. Es bien claro
que cuando la voluntad se ha unido a la razón de la naturaleza, la facultad de
elección -de aquellos que hayan alcanzado esto- no estará más en rebelión
contra Dios, puesto que nada es considerado contrario a la razón en el
principio de la naturaleza, el cual es ley natural y divina, cuando asuma el
movimiento de la voluntad, operante conforme a tal razón. Si no hay nada de
contrario a la razón en el principio de la naturaleza, es normal que la
voluntad que se mueve según la razón de la naturaleza tendrá su propia
operación de acuerdo con Dios. Y ésta es una disposición activa, caracterizada
por la gracia de Aquel que por naturaleza es bueno, destinada a dar vida a la
virtud.
Éstas
son, pues, las disposiciones del que pide en la oración el pan espiritual. Y,
también además de él, el que, constreñido por la naturaleza pide sólo el pan de
cada día, deberá tener las mismas disposiciones, perdonando las ofensas a los
que lo ofenden, sabiendo que él es mortal por naturaleza; y, recibiendo cada
día en la incertidumbre lo que sucede por naturaleza, previene la naturaleza
con la voluntad, muriendo voluntariamente para el mundo, según lo dicho: “Por
tu causa somos llevados a la muerte cada día, somos considerados como ovejas de
matadero”[51]. Por eso se ofrece en libación por todos, para que no
permanezca en él traza alguna de la perversidad del siglo presente, trasladado
a la vida que no envejece, y reciba del juez y salvador del universo, la
recompensa adecuada por aquello que ha hecho aquí abajo. Porque una disposición
pura hacia los que nos han entristecido es necesaria para el mutuo beneficio de
ambos, a causa de todo lo precedente y en no menor medida por la fuerza de las
palabras que quedan por decir, y que tienen esta forma:
“Y no nos dejes entrar
en tentación, sino
líbranos del
Maligno”
La
oración nos manifiesta en estas palabras cómo el que no perdona totalmente a
los que lo ofenden, y no presenta a Dios un corazón purificado de la tristeza,
iluminado por la luz de la reconciliación con su prójimo, perderá la gracia de
los bienes por los que ora. Y también, según un justo juicio, será entregado a
la tentación y al Maligno para que aprenda así a purificarse de las culpas,
eliminando sus disputas con el prójimo. Aquí llama “tentación” ahora a la ley
del pecado, la cual no tenía el primer hombre cuando fue creado. Es llamado
“Maligno” el diablo que ha infundido esta ley en la naturaleza de los hombres y
que por medio del engaño ha persuadido al hombre a transferir el deseo de su
alma, de las cosas lícitas a aquellas prohibidas[52] y volverse a la transgresión del mandamiento divino,
cuyo fruto fue la pérdida de la incorruptibilidad dada por gracia.
También
llama “tentación” a la disposición voluntaria del alma hacia las pasiones de la
carne; y es llamado “Maligno” el modo de la realización en acto de la
disposición pasional. De ninguna de éstas librará el justo juez a quien no ha
perdonado las ofensas de los que lo ofenden, aún si lo pide vanamente mediante
la oración; sino que, por el contrario, permite que tal hombre sea manchado por
la ley del pecado, y dejará que sea dominado por el maligno aquel cuya voluntad
es dura y rígida, porque ha preferido las pasiones de la deshonra, sembradas
por el diablo, a la naturaleza, creada por Dios. A aquel que voluntariamente
está inclinado hacia las pasiones de la carne, Dios no le impide realizarlas de
hecho; no lo libra de la realización en acto de la inclinación hacia las
pasiones, porque él ha considerado la naturaleza como inferior a las pasiones
inconsistentes, porque por su empeño por ellas ha ignorado el principio de la
naturaleza. En el movimiento de este principio debería saber cuál es la ley de
la naturaleza y cuál es la de las pasiones, cuya tiranía adviene por una
elección de la voluntad y no por naturaleza. Debería también preservar la ley
de la naturaleza con una actividad conforme a la naturaleza, y mantener la ley
de las pasiones alejadas de su voluntad; y con la razón a la naturaleza,
que de sí permanece pura e inmaculada, debería salvaguardar libre de odio y
división, y constituir a la voluntad como compañera de la naturaleza, de modo
que no sea llevada en modo alguno hacia aquello que no ha sido concedido por el
principio de la naturaleza. Así habría alejado todo odio y toda distancia
respecto a quien le es afín por naturaleza de modo que, diciendo esta oración,
fuera escuchado y obtenga de Dios una gracia doble en vez de una sola: el
perdón de las culpas pasadas, y la protección y liberación respecto a las
futuras. Porque Dios no permite que entre en tentación y no lo abandona a la
esclavitud del Maligno por este único motivo: porque está dispuesto a perdonar
las ofensas al prójimo.
Notas:
[1] Col 2, 3.
[2] Sal 15, 12.
[3] Jon 2, 10.
[4] 1 S 1, 10.
[5] 2 Cro 32, 20.
[6] Mt 6, 9.
[7] “mystagogei”
[8] Cf. Lc 11, 2, según ciertos mansucritos.
[9] Ef 2, 21- 22.
[10] Is 66, 2.
[11] Mt 5, 4.
[12] Mt 22, 30.
[13] Mt 25, 34.
[14] Mt 25, 21.
[15] 1 Co 15, 52 y 1 Ts 4, 15- 17.
[16] 2 Co 6, 8.
[17] Mt 11, 29.
[18] Ga 3, 28.
[19] Ésta es otra denominación de la vida
activa o práxis, que es la primera etapa del ascenso espiritual.
[20] El texto dice “melota”, la cual es un manto pesado de
piel de oveja, distintivo de la indumentaria monástica.
[21] Superación de la vida activa y de
la praxis por la contemplación.
[22] Cf. 2 R 2, 1-14.
[23] Explicación fisiológica de las pasiones.
[24] Cf. Hch 17, 28.
[25] Cf. Quaestiones ad Thalassium 22, 321b.
[26] Ga 3, 28; Col 3, 11.
[27] Ga 3, 28.
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