Las Homilías espirituales de san Macario
El Espíritu Santo y el cristiano
Igualmente, los cristianos tienen por alimento el fuego celeste. Él es su reposo, él purifica, lava y santifica su corazón, él es su principio de crecimiento, su atmósfera y su vida. Si lo abandonan, perecen por el hecho de espíritus malvados, como estos animales mueren fuera del fuego, y los peces fuera del agua. Igualmente que los cuadrúpedos echados en el mar se ahogan, que los pájaros que se posan sobre el suelo son agarrados por los cazadores, así el alma, si deja esta región, se ahoga y perece, Si no dispone de ese fuego divino para alimentarse, saciar su sed, vestirse, para purificar su corazón y santificar su alma, ella es aprehendida por los espíritus malignos y perece. En cuanto a nosotros, busquemos primero ser sembrados en esta tierra invisible y plantados en la viña celeste (14, 5).
La pureza del corazón consiste precisamente en este que, cuando tú ves a un pecador o a un enfermo, experimentas compasión y piedad por él (15, 8).
Pues ésta es la vía del cristianismo: cuando el Espíritu Santo en cierta parte, es seguido de cerca por la persecución y la lucha (15, 12).
Ponte en oración, y vigila tu corazón y tu intelecto: ten la voluntad de hacer subir hacia Dios una oración pura; vigila para que ella no encuentre ningún obstáculo, en que sea una oración pura, en que tu intelecto esté ocupado del Señor como el agricultor lo está del trabajo de los campos, el hombre de su mujer y el negociante de su comercio; en que, cuando doblas las rodillas para la oración, otros no roben tus pensamientos (15, 13).
Está escrito en efecto: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón” (Dt 6, 5); pero tú dices: “Yo lo amo, y yo poseo el Espíritu Santo” ¿Tienes el recuerdo del Señor? ¿Tienes un amor apasionado por Él, un deseo ardiente? ¿Estás encadenado por ellos día y noche? Si posees tal amor, eres puro (15, 15).
Los cristianos tienen la consolación del Espíritu; las lágrimas, la aflicción, los gemidos, y los llantos mismos son sus delicias. Tienen también el temor en medio del gozo y de la alegría, y de la clase, son como hombres “que llevan su sangre entre sus manos” (cf. Job 13, 14), no poniendo su confianza en sí mismos, no imaginándose ser algo; sino en lugar de eso, son despreciados y rechazados más que todos los otros hombres (15, 26).
Ese tal hombre es divinizado, llega a ser hijo de Dios y recibe sobre su alma el sello celeste. Porque sus elegidos son ungidos con el aceite de santificación y llegan a ser dignatarios y reyes (15, 35).
Los que han gustado de este don de la gracia de Dios son habitados por un doble sentimiento, hecho de gozo y de consolación, de temor y de temblor, de alegría y de aflicción. Lloran sobre sí mismos y sobre Adán entero, porque la naturaleza es una. Y para tales hombres, las lágrimas son su pan (cf. Sal 41, 4) y la aflicción es dulzura y reposo (15, 36).
Porque la marca del cristianismo, es cuando alguno ha llegado a ser agradable a Dios, que se esfuerza en permanecer escondido a los ojos de los hombres y, aún si tiene los tesoros del Rey, en disimularlos y decir sin cesar: “Esto no es mío, otro me ha confiado este tesoro; yo soy pobre, y cuando él quiera, lo volverá a tomar”. Si alguno dice: “Soy rico, esto me basta; mi fortuna está hecha, no tengo más necesidad de nada”, no es un cristiano, sino un hombre en la ilusión y un agente del diablo. Porque el gozo de Dios es insaciable, y mientras más se gusta de Él y se come de Él, más se tiene hambre. Tales hombres están quemados por un amor apasionado e incoercible hacia Dios. Mientras más se esfuerzan en progresar y de avanzar, más se consideran pobres, indigentes y desnudos de todo. Dicen: “No soy digno de que este sol brille para mí”. La marca del cristiano es esta humildad (15, 37).
Como de un solo fuego son encendidas muchas lámparas, así los cuerpos de los santos, siendo miembros de Cristo, deben llegar a ser lo que es Cristo (15, 38).
Igualmente, a la inversa, los que son ebrios de Dios, llenos del Espíritu Santo y tomados por él, no son dominados por ninguna necesidad, sino que tienen la libertad de hacer media vuelta y obrar como lo quieren en el siglo presente (15, 40).
Los cristianos saben que el alma es más preciosa que todas las cosas creadas. Porque sólo el hombre es creado a la imagen y a la semejanza de Dios. Mira al sol: ¡él es inmenso! No obstante, el hombre es más precioso que todas las cosas, porque sólo él ha sido objeto de la benevolencia del Señor... Toma, pues, conciencia de tu dignidad, ve cuán precioso eres. Porque Dios te ha colocado por encima de los ángeles, cuando vino en persona a la tierra para socorrerte y rescatarte (15, 43).
Los negociantes se arrojan desnudos a las profundidades del mar, a riesgo de su vida, para encontrar allí las perlas, que servirán para hacer una corona real, como la púrpura. Igualmente, los solitarios dejan desnudos el mundo, descendiendo en las profundidades del mar del mal y en el abismo de las tinieblas, se recogen y trayendo de allí las piedras preciosas que convienen para la corona de Cristo, para la Iglesia celeste, para un mundo nuevo, para una ciudad luminosa y una asamblea angélica (15, 51).
Los cristianos pertenecen a otro mundo. Son hijos del Adán celeste, una raza nueva, hijos del Espíritu Santo, hermanos luminosos de Cristo, semejantes a su padre, el Adán espiritual y luminoso; son de esta otra ciudad, de esta otra raza, animados por esta otra fuerza. No son de este mundo, sino de otro mundo (16, 8).
Sea una madre que posee un hijo único, de bella prestancia, sabio y adornado de todas las cualidades, sobre el cual ella ha fundado todas sus esperanzas. Sucede que debe llevarlo a la tierra. Entonces un dolor continuo y una aflicción inconsolable se apoderan de ella. Igualmente, cuando el alma está, por así decirlo, muerta, para Dios, el intelecto debe también estar afligido y en lágrimas, sentir un dolor continuo, tener un corazón destrozado, estar en el temor y la preocupación, tener siempre hambre y sed del bien. Entonces la gracia de Dios y la esperanza se apoderan de él, y no hay más aflicción en él, sino que se goza como aquel que ha encontrado un tesoro; luego tiembla de nuevo ante el pensamiento de perderlo, porque los ladrones vuelven (16, 11).
Ese tal hombre se desprecia como el último de los pecadores y de los descarriados, y mientras más se sumerge en el abismo de la gracia de la luz, más se juzga indigno y pobre de todo, más que todos los pecadores. Esta convicción se ha implantado tan fuertemente en él que ha llegado a ser como natural. Y mientras más avanza en el conocimiento de Dios, más se tiene por ignorante. Es la gracia que, ejerciendo su oficio, produce esto en el alma como un efecto de la naturaleza (16, 12).
Los perfectos cristianos, que han sido juzgados dignos de llegar a los grados que constituyen la perfección y de encontrarse muy cerca del Rey, son consagrados para siempre a la cruz de Cristo. En el tiempo de los profetas, el aceite de unción eta más precioso que todo, porque servía para ungir a los reyes y a los profetas. Es así que hasta el presente los hombres espirituales, ungidos con el aceite celeste, llegan a ser cristos según la gracia, de manera que son reyes y profetas de los misterios celestes (17, 1).
Así como el ojo corporal, si es puro, ve netamente y sin cesar el sol, así el intelecto perfectamente purificado ve continuamente la gloria luminosa de Cristo, está con el Señor día y noche, de la misma manera que el cuerpo del Señor, unido a la divinidad, está siempre con el Espíritu Santo. Sin embargo, los hombres no alcanzan inmediatamente estos grados, sino que llegan allí por muchos esfuerzos, tribulaciones y combates. Hay en quien habita la gracia, obra y se reposa, y en el cual, simultáneamente, el mal habita dentro de sí mismos; y las dos ciudadanías, la de la luz celeste y la de las tinieblas, ejercen su influencia en el mismo corazón (17, 4).
Algunos se pavonean de su virtud y quieren ser estimados por los hombres, diciendo que son cristianos y participan del Espíritu Santo. Otros se esfuerzan en permanecer ocultos y evitar los encuentros con los hombres. Estos últimos sobrepasan en mucho a los anteriores. Tú lo ves: en la perfección misma, existe una disposición respecto a Dios más elevada y más generosa, que procede de la voluntad natural (17, 8).
Un pez no puede vivir sin agua: nadie puede caminar sin pies, ver sin ojos, hablar sin lengua, ni escuchar sin orejas, Así mismo, sin el Señor Jesús y la operación de la potencia divina, nadie puede conocer los misterios y la sabiduría de Dios, ni ser rico (en gracia) ni cristiano (17, 10).
Si un hombre de este mundo es muy rico y posee un tesoro escondido, él se procura, por medio de este tesoro lo que quiere, y agrega a este tesoro todos los objetos preciosos de este mundo que desea, seguro que puede adquirir gracias a él todo lo que desea. Igualmente todos los que buscan adquirir a Dios, luego encuentran el tesoro celeste del Espíritu, el Señor mismo que resplandece en sus corazones, realizan toda la justicia de las virtudes y obtienen todos los excelentes frutos de la práctica de los mandamientos del Señor, gracias al tesoro de Cristo que está en ellos, que les hace acumular riquezas celeste más grandes aún. Porque es gracias a su tesoro celeste que practican todas las virtudes de la justicia, confiando en la abundancia de la riqueza espiritual que está en ellos, y realizan fácilmente toda justicia y todo mandamiento del Señor gracias a la invisible riqueza de la gloria que está en ellos (18, 1).
El que ha encontrado el tesoro celeste del Espíritu y que lo lleva en sí mismo, observa gracia s él de una manera irreprochable y pura, con libertad y soltura, toda la justicia de los mandamientos y todas las obras de las virtudes. Supliquemos, pues, a Dios, también nosotros, busquemos y orémosle, para que nos dé el tesoro de su Espíritu, y que seamos así capaces de andar sin reproche y con pureza en la vía de todos sus mandamientos y de practicar toda la justicia del Espíritu puramente y perfectamente, gracias al tesoro celeste, que es Cristo (18, 2).
Es necesario, al mismo tiempo, que cada uno se fuerce en suplicar a Dios de juzgarlo digno de recibir y de encontrar el tesoro celeste del Espíritu, para que pueda observar sin esfuerzo y sin dificultad, de una manera irreprochable y pura, todos los preceptos del Señor, que antes era incapaz de observar, incluso haciéndose violencia. Pobre y desnudo, porque privado de la comunión con el Espíritu, ¿cómo podría adquirir tales bienes espirituales sin poseer el tesoro y las riquezas espirituales? Sólo el alma que ha encontrado al Señor, el verdadero tesoro, gracias a una búsqueda espiritual, en la fe y una gran paciencia, produce, como se ha dicho, con facilidad los frutos del Espíritu, realiza toda justicia y observa los mandamientos del Señor que el Espíritu le ha prescrito; lo hace en sí misma y por sí misma, de una manera pura y sin reproche (17, 3).
Los que han sido juzgados dignos de llegar a ser hijos de Dios y de renacer de lo alto por el Espíritu Santo, que llevan en sí a Cristo que los ilumina y les da el reposo, esos son dirigidos de maneras múltiples y variadas por el Espíritu Santoy sufren invisiblemente en su corazón, establecidos en un reposo espiritual, la acción de la gracia... Y quizá ellas (las almas) son como tomadas por la bebida, gozosas y ebrias en el Espíritu de la divina ebriedad de los misterios espirituales (18, 7).
Desde que el alma ha llegado a la perfección, desde que ha sido purificada perfectamente de todas las pasiones, unida por una comunión inefable y mezclada con el Espíritu Paráclito, juzgada digna de llegar a ser espíritu, mezclado al Espíritu, entonces llega a ser toda luz, todo ojo, todo espíritu, todo gozo, toda suavidad, toda alegría, toda caridad, toda compasión, toda bondad y toda dulzura. Como la piedra que, en el abismo del mar, está rodeada de agua por todas partes, estas almas están mezcladas de todas las maneras al Espíritu Santo y hechas semejantes a Cristo; ellas poseen en sí las virtudes de la potencia del Espíritu, y son interior y exteriormente irreprochables, inmaculadas y puras (18, 10).
El que quiere aproximarse al Señor, ser digno de la vida eterna, llegar a ser morada de Cristo, ser llenado del Espíritu Santo y observar en toda pureza y de una manera irreprochable los preceptos de Cristo, debe en primer lugar creer firmemente en el Señor, luego entregarse sin reservas a sus mandamientos y renunciar totalmente al mundo, para que su intelecto no esté más ocupado en nada visible. Debe perseverar constantemente en la oración, aguardando sin cesar, en una esperanza confiada en el Señor, su visita y su socorro, y manteniendo siempre presente en su pensamiento este fin. Debe hacerse luego violencia para realizar todo el bien y observar todos los mandamientos del Señor, a causa del pecado que hay en él. Es así que debe hacerse violencia para ser humilde ante todo hombre, para considerarse el más pequeño y peor que todos, no buscando el honor, la alabanza y la gloria de parte de los hombres, como está dicho en el Evangelio (cf. Jn 5, 44), sino no teniendo sin cesar ante los ojos más que al Señor y sus mandamientos, y no queriendo agradar más que a Él solo en toda mansedumbre de corazón, como lo dice el Señor: “Aprended de mí, que soy dulce y humilde de corazón, y encontraréis reposo para vuestras almas” (Mt 11,29) (19, 1, entero).
Igualmente, debe ejercer todas sus fuerzas en ser habitualmente misericordioso, dulce, compasivo y bueno, como lo dice el Señor: “Sed buenos y dulces como vuestro Padre celeste es compasivo” (Lc 6, 36; Mt 5, 48); y aún: “Si me amáis, guardad mis mandamientos” (Jn 14, 15), y: “Hacéos violencia, porque son los violentos los que se apoderan del Reino de los cielos” (Mt 11, 12), y: “Esforzáos en entrar por la puerta estrecha” (Lc 13, 24). En todo, debe tomar modelo sobre la humildad, la conducta, la dulzura, la manera de vivir del Señor, guardando de Él un recuerdo continuo, exento de todo olvido. Que persevere en la oración, que pida sin cesar que el Señor venga y habite en él, lo restaure y le de la fuerza de observar todos sus mandamientos, y que llegue a ser él mismo la morada de su alma. Y entonces, lo que realiza ahora haciéndose violencia, sin que su corazón se aparte de allí, lo realizará de buen grado, porque se habituará completamente al bien, se recordará sin cesar del Señor y lo aguardará con un gran amor. Cuando el Señor vera tal resolución y este celo por el bien, cómo este hombre se hace violencia por guardar el recuerdo del Señor, por hacer siempre el bien, por forzarse, aún si su corazón no lo quiere, en practicar la humildad, la dulzura y la caridad, y cómo aplica en eso todas sus fuerzas haciéndose violencia, tendrá piedad de él, lo librará de sus enemigos y del pecado que habita en él, y lo llenará del Espíritu Santo. Y así, en adelante, observará en toda verdad, sin violencia ni fatiga, todos los mandamientos del Señor o, mejor, será el Señor mismo que cumplirá en él sus propios preceptos-, y producirá en toda pureza los frutos del Espíritu (19, 2, entero).
Cuando alguno se aproxima al Señor, es necesario en primer lugar que se haga violencia en cumplir el bien, aún si su corazón no lo quiere, aguardando siempre su misericordia con una fe inquebrantable; que se haga violencia en amar sin tener amor, que se haga violencia en ser dulce sin tener dulzura, que se haga violencia en ser compasivo y tener un corazón misericordioso, que se haga violencia en soportar el desprecio, por permanecer paciente cuando es despreciado, por no indignarse cuando es tenido por nada o deshonrado, según esta palabra: “No os hagáis justicia a vosotros mismos, bienamados” (Rm 12, 19). Que se haga violencia en orar sin tener la oración espiritual. Cuando Dios vea cómo lucha y se hace violencia, mientras su corazón no lo quiere, le dará la verdadera oración espiritual, le dará la verdadera caridad, la verdadera dulzura, entrañas de compasión, la verdadera bondad, en una palabra, lo llenará de los dones del Espíritu Santo (19, 3, entero).
El que quiere dar satisfacción a Cristo y agradarle debe hacerse violencia respecto de todo, para que el Señor, viendo su celo y su buena voluntad en constreñirse, y en constreñirse con violencia, en ser toda bondad, toda simplicidad, toda dulzura, toda humildad, toda caridad, toda oración, se le dará a Sí mismo todo entero. De ahora en adelante, es el Señor mismo quien cumplirá en toda verdad, en toda pureza, sin fatiga ni violencia, lo que no había llegado a observar antes, aún haciéndose violencia, porque el pecado habitaba en él. En el presente la práctica de todas las virtudes le llega a ser como natural. Ahora, en efecto, el Señor viene a él, está en él, él está en el Señor, el cual cumple en él sin esfuerzo sus propios mandamientos y lo llena de frutos del Espíritu...
En efecto, la morada y el lugar de reposo del Espíritu es la humildad, la caridad, la dulzura y las otras cosas mandadas por el Señor (19, 6).
El que verdaderamente quiere agradar a Dios, obtener de él la gracia celeste del Espíritu, crecer y llegar a ser perfecto en el Espíritu Santo debe, pues, hacerse violencia en practicar todos los mandamientos de Dios y someter a ellos su corazón que no lo quiere, según esta palabra de la Escritura: “Por eso he logrado practicar todos tus mandamientos; he detestado toda vía de injusticia” (Sal 118, 104) (19, 7).
Es el Espíritu Santo mismo quien le concede todo esto y que le enseña la verdadera oración, la verdadera caridad, la verdadera dulzura, por las cuales se hace violencia, las cuales ha buscado, a las cuales ha consagrado sus preocupaciones y empeños, y que le son dadas. Habiéndose desarrollado así y perfeccionado en Dios, es juzgado digno de llegar a ser heredero del Reino. En efecto, el hombre humilde no cae jamás. ¿De qué altura podría caer, puesto que está por debajo de todos? La elevación es una gran humillación, y la humildad es una gran elevación, un gran honor, una gran dignidad. Hagámonos, pues, violencia y constriñámonos a la humildad, aún si a nuestro corazón le repugna, a la dulzura y a la caridad, orando y suplicando a Dios sin cesar con fe, esperanza y caridad, en la espera y en la intención que Él envíe su Espíritu en nuestros corazones, para que podamos orar y adorar a Dios en el Espíritu y en verdad (cf. Jn 4, 24) (19, 8, entero).
El Espíritu mismo, en efecto, orará en nosotros, de tal modo que es Él que nos enseñará la verdadera oración que no podemos tener ahora, aún haciéndonos violencia. Él nos enseñará también la verdadera humildad, que no podemos practicar ahora, aún empleando la violencia, como la compasión del corazón, la dulzura y todos los mandamientos del Señor. Él nos enseñará a observarlos en toda verdad, sin esfuerzo ni violencia. Porque el Espíritu sabe colmarnos con sus dones. Si cumplimos los preceptos de Dios por su Espíritu, que solo conoce la voluntad del Señor, si este Espíritu nos hace perfectos en Él y si Él es perfecto en nosotros, que habremos sido purificados de todas las mancillas y de todas las manchas del pecado, presentará nuestras almas a Cristo, como esposas bellas, puras e irreprochables (cf. 2 Co 11, 2). Entonces reposaremos en Dios, en su Reino, y Dios reposará en nosotros durante los siglos sin fin. Gloria a su compasión, a su misericordia, a su amor, porque ha hecho al género humano digno de tal honor y de tal gloria. Se ha dignado hacer de ellos hijo del Padre celeste y llamarlos sus propios hermanos. A Él sea la gloria en los siglos. Amén (19, 9, entero).
Si alguno está despojado de la vestidura divina y celeste, a saber, la fuerza del Espíritu, según esta palabra de la Escritura: “El que no tiene el Espíritu de Cristo, no pertenece a Él” (Rm 8, 9), que llore y suplique al Señor, a fin de recibir del cielo la vestidura espiritual, para cubrir con ella su alma despojada de la energía divina (20, 1)
Gloria a su compasión inefable y a su misericordia indecible (20, 3).
Es gracias a la naturaleza celeste y divina del don del Espíritu Santo, es únicamente gracias a este don, que el hombre ha podido obtener la curación, reencontrar la vida, tener el corazón purificado por el Espíritu Santo (20, 7).
Igualmente, mientras un hombre no ha nacido del Espíritu real y divino, y no ha llegado a ser de raza celeste y real e hijo de Dios, según lo que está escrito: “A todos los que lo han recibido, les ha dado el poder de llegar a ser hijos de Dios” (Jn 1, 12), no puede portar la piedra preciosa y celeste, la imagen de la luz, de la luz inefable, que es el Señor. Aquellos que poseen la perla y la llevan, viven y reinan eternamente con Cristo. El Apóstol lo ha dicho en efecto: “Igual que hemos llevado la imagen del terrestre, también llevaremos aquella del (hombre) celeste” (1 Co, 15, 49) (23, 1).
Sólo la potencia del Espíritu divino es capaz de unir entorno al amor del Señor el corazón dispersado sobre toda la tierra y transferir su pensamiento en el mundo eterno (24, 2).
Sin la levadura celeste, dicho de otro modo, sin la potencia del Espíritu divino, es imposible que el alma esté llena de la dulzura del Señor y llena de la verdadera vida, igual que la raza de Adán no habría podido caer jamás en tal malicia y tal perversidad, si la levadura de la malicia, es decir, el pecado, que es una cierta fuerza espiritual e incorpórea de Satanás, no se hubiera introducido en ella (24, 3).
De una manera análoga, represéntate la humanidad entera como la carne y la pasta, y piensa que la naturaleza divina del Espíritu Santo es la sal y la levadura que provienen de otro mundo. Si, pues, la levadura celeste del Espíritu y la sal santa y excelente de la divinidad viniendo de este otro mundo y de esta otra patria no han sido introducidas en la naturaleza humana humillada y mezcladas con ella, el alma no perderá jamás el mal olor de la malicia y no se levantará perdiendo la pesadez y la falta de levadura de la perversidad (24, 4).
Cualquiera sea lo que un alma se imagina realizar por sí misma, cualquiera sean los empeños y los esfuerzos que ella le aporta, apoyándose solamente en su propia fuerza y creyéndose capaz por sí misma de obtener un perfecto éxito, en la synergía del Espíritu, ella se engaña en gran medida... si el Señor no instila desde lo alto en esta alma la vida de la divinidad, -este hombre no sentirá jamás en sí la verdadera vida, no llegará jamás de la ebriedad de la materia a la sobriedad, no verá jamás la iluminación del Espíritu brillar en su alma entenebrecida y hacer resplandecer allí la santa luz del día, no será jamás despertado del pesado sueño de la ignorancia, y no llegará, pues, al conocimiento verdadero de Dios por la fuerza de Dios y la energía de su gracia (24, 5).
No hemos recibido aún la semejanza con el Señor y no hemos llegado a ser partícipes de la naturaleza divina (2 Pe 1, 4) (25, 5).
Imita a esta mujer, como un niño, imita a aquella que no tenía más mirada que para Aquel que ha dicho: “He venido a traer fuego sobre la tierra, y ¿qué deseo sino que arda? (Lc 12, 49). Allá se trata del ardor del Espíritu, que reanima la llama en los corazones. He allá por qué este fuego inmaterial y divino ilumina las almas y tiene costumbre de probarlas como el oro puro en el horno (cf. Pr 17, 3), mientras que consume el mal como las espinas o el rastrojo. En efecto, “nuestro Dios es un fuego devorante” (Dt 4, 24; Hb 12, 29). “Él castiga por una llama de fuego a aquellos que no lo conocen y no obedecen a su Evangelio” (2 Tes 1, 8). Es este fuego que obraba en los apóstoles cuando han hablado con lenguas inflamadas, es él que brilló para Pablo a través de la voz que escuchó, iluminando su inteligencia, pero oscureciendo su sentido de la vista. Porque no es fuera de la carne que vivió la fuerza de esta luz. Es este fuego que se mostró a Moisés en la zarza. Es este fuego que raptó a Elías de la tierra bajo la figura de un carro. Es la energía de este fuego que el bienaventurado David pedía diciendo: “Escrútame, Señor, pruébame; pasa por el fugo mis entrañas y mi corazón” (Sal 25, 2).
Es este fuego que calentaba el corazón de Cleofás y de sus compañeros cuando el Salvador les habló después de la resurrección (cf. Lc 24, 18ss). Los ángeles y los espíritus que sirven a Dios participan también ellos en el brillo de este fuego, así que está escrito: “Hace de sus ángeles espíritus y de sus servidores llamas de fuego” (Sal 103, 4). Es este fuego que consume la viga que está en el ojo y restaura el intelecto en su pureza, para que reencuentre la penetración conforme a su naturaleza y mire sin detención las maravillas de Dios, según su palabra: “Quita el velo de mis ojos, y comprenderé las maravillas de tu Ley” (Sal 118, 18). Este fuego expulsa, pues, los demonios, suprime el pecado, es una fuerza de resurrección y una energía de inmortalidad, la iluminación de las almas santas y el sostén de las potencias intelectuales. Oremos para que este fuego venga también a nosotros, a fin de que, marchando siempre en la luz, no choquemos nuestros pies, por poco que sea, contra una piedra, sino que brillemos en el mundo como antorchas y guardemos las palabras de vida eterna. Entonces, gozaremos de los bienes divinos y reposaremos con el Señor en la vida, alabando al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, a quien sea la gloria en los siglos. Amén (25, 9-10).
—Cuando viene el Espíritu Santo, ¿no es extirpada la codicia natural junto con el pecado?
— He dicho precedentemente que el pecado es extirpado y que el hombre reencuentra la forma primitiva del puro Adán. Seguramente, por la fuerza del Espíritu y el nuevo nacimiento espiritual, aguarda de nuevo la medida del primer Adán, y llega a ser aún más grande que él. Porque el hombre es divinizado (26, 2).
Es la marca del cristianismo que el hombre, cualesquiera sean el esfuerzo que tome y las obras de justicia que realice, se comporte como si no hubiera hecho nada. Cuando ayuna, dice: “No he ayunado”; cuando ora, dice: “No he orado”; cuando persevera en la oración, dice: “No tengo perseverancia”, y: “No he hecho más que comenzar en la ascesis y a tomarme el esfuerzo”. Y por más que sea justo ante los ojos de Dios, debe decir: “No soy aún justo, no me esfuerzo, sino que cada día comienzo”... (26, 11).
El arma más apropiada para el atleta y el combatiente es esta: entrar en su corazón, luchar contra Satanás, odiarse a sí mismo, renegar de su propia alma, irritarse contra sí mismo y hacerse reproches, resistir a las codicias que nos habitan, combatir los pensamientos y luchar contra sí mismo (26, 12).
Así como el Señor ha revestido un cuerpo, dejando detrás de sí todo Principado y toda Potencia, los cristianos revisten el Espíritu Santo y están en el reposo (26, 15).
Pero aquel que ha llegado a la caridad perfecta está desde ahora ligado estrechamente y cautivo de la gracia. El que no hace sino aproximarse un poco a la medida de la caridad, sin llegar a estarle totalmente adherida, está aún expuesto al temor, a la guerra y a la derrota, y, si no está en guardia, será abatido por Satanás (26, 16).
Pero, ¿cuál es la actividad del hombre? — Renunciar, huir del mundo, perseverar en la oración, velar de noche, amar a Dios y a sus hermanos. Esa es su obra propia. Pero si permanece en esta actividad propia, sin nada esperar recibir de otro, si los vientos del Espíritu Santo no soplan sobre su alma, si las nubes celestes no se muestran, si la lluvia no cae del cielo para rociar el alma, el hombre no podrá dar al Señor frutos dignos de Él (26, 19).
El alma se sitúa, pues, en el medio, entre estas dos realidades Dios y sus ángeles; el demonio y sus ángeles, y el hombre llega a ser el bien propio y el hijo de aquella hacia la cual inclina la voluntad de su alma (26, 24).
¡Conoce tu nobleza, oh hombre, así como tu dignidad y tu valor: eres un hermano de Cristo, un amigo del Rey, la esposa del Esposo celeste! En efecto, el que es capaz de conocer la dignidad de su alma, puede conocer también la potencia y los misterios de la divinidad, y de humillarse más... (27, 1).
La realidad del cristianismo se contiene en esto: gustar la verdad, nutrirse y saciar la sed de la verdad; es comer y beber de una manera real y eficaz (27, 7).
Te digo que he visto hombres que habían recibido todos los carismas y habían llegado a ser partícipes del Espíritu y que, sin embargo, han caído, porque no habían llegado a la caridad perfecta. Es así que un hombre distinguido había dejado todo, vendido sus bienes, liberado a sus esclavos; era prudente y avisado. Era reputado por la santidad de su vida. Pero, entre tanto, concibió una alta opinión de sí mismo, llegó a ser orgulloso, y terminó por caer en el libertinaje y en una multitud de vicios (27, 14).
— ¿Qué significan estas palabras: “Lo que el ojo no vio ni el oído oyó, y que subió al corazón del hombre” (1 Co 2, 9)?
— En ese tiempo, los grandes, los justos, los reyes y los profetas sabían que el Redentor debía venir. Pero que él debía sufrir, ser crucificado y derramar su sangre sobre la cruz, no lo sabían, no habían escuchado hablar de ello, eso no había subido a su corazón. No sabían que habría un bautismo de fuego y del Espíritu Santo, que en la Iglesia se ofrecería el pan y el vino, anticipo de la carne y de la sangre del Señor, que aquellos que participarían de ese pan visible comerían espiritualmente la carne del Señor, que los apóstoles y los cristianos recibirían al Paráclito, serían revestidos de la fuerza de lo alto, colmados de la divinidad, y que las almas serían mezcladas al Espíritu Santo. Eso, los profetas y los reyes no lo sabían, y eso no había aún subido hasta sus corazones. Ahora, los cristianos poseen otras riquezas, y desean ardientemente la divinidad. Sin embargo, teniendo tal gozo y tal consolación, están aún en el temor y el temblor (27, 17, entero).
En cuanto a nosotros, decimos esto: el que escucha la Palabra llega a la compunción; luego, después de esto, la gracia retirándose, es formado para la lucha, emprende el combate y la batalla con Satanás, y, luego de una larga ruta y muchos combates, alcanza la victoria y llega a ser un cristiano (27, 20).
Porque el honor y la gloria han sido preparados para aquel que se vuelva hacia el bien; igualmente, la gehena y el castigo han sido preparados para esta naturaleza capaz de cambiar, de evitar el mal, de decidirse por el lado del bien y de la derecha. Si no le atribuyes una naturaleza dotada de libertad, haces al hombre indigno de alabanza. En efecto, el que es por naturaleza bueno y excelente no es digno de alabanza, aún si tiene el consentimiento. En efecto, no es digno de alabanza, aún si tiene consentimiento, el bien que no procede de una opción libre (27, 21).
El fundamento de la vía hacia Dios es avanzar en el camino de la vida con gran paciencia, la humildad, la pobreza de espíritu y la dulzura; es por todo eso que se puede adquirir la justicia, -y por la justicia entendemos el Señor mismo- Porque los mandamientos que prescriben estas cosas son como hitos y postes indicadores en la vía real que conduce a los viajeros a la ciudad celeste. Está dicho, en efecto: “Bienaventurados los pobres de espíritu, bienaventurados los dulces, bienaventurados los misericordiosos, bienaventurados los hacedores de paz” (Mt 5, 3ss). Es eso lo que se llama cristianismo. El que no avanza en esta vía se extravía allá donde no hay camino, y ha puesto un mal fundamento. Gloria a la compasión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo en los siglos. Amén (27, 23, entero).
Igual que el cultivador que va a trabajar la tierra debe llevar las herramientas y vestiduras de trabajo, así Cristo, que es el Rey celeste y el verdadero trabajador, cuando ha venido a la humanidad devastada por la malicia, ha revestido un cuerpo y tomado la cruz como herramienta, se ha puesto a trabajar el alma sin cultivo, sacándole las zarzas y las espinas que son los espíritus malignos, arrancado la cizaña del pecado y quemado toda la hierba seca de sus faltas. La ha trabajado entonces con el madero de la cruz y ha plantado allí el admirable paraíso del Espíritu, que produce para Dios su Maestro toda especie de frutos suaves y deleitables (28, 3).
Igual que los ojos del cuerpo perciben de una manera sensible el rostro del amigo o del bienhechor, así los ojos del alma digna y fiel, iluminados por la luz divina, ven y reconocen de una manera espiritual al Amigo verdadero, el Esposo dulcísimo y muy deseado, el Señor. El alma es entonces iluminada por el Espíritu digno de adoración, y, viendo ahí por el intelecto la belleza deseada, única e inexpresable, es herida por el amor divino e introducida en todas las virtudes por el Espíritu. Adquiere entonces un amor ilimitado e inagotable por el Señor que ella desea. ¿Hay felicidad más grande que aquel que anunciaba esta palabra de eternidad pronunciada por Juan, cuando mostró al Señor que tenía bajo los ojos: “He aquí el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo” (Jn 1, 29)? (28, 5).
... Hay que agregar aún esto: el Reino de Dios no consiste sólo en palabras que hay que escuchar y den la predicación de los apóstoles -como si bastar conocer palabras y explicaras a otros- sino en la potencia y la energía del Espíritu. Los hijos de Israel lo han experimentado: no han cesado de meditar las Escrituras y de hacer del Señor el objeto de su meditación; pero, no habiendo acogido la Verdad misma, han dejado su herencia a otros. Es así que aquellos que anuncian a otros las palabras del Espíritu sin haber adquirido ellos mismos aquello de lo cual hablan, dejan a otros su herencia. Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, en los siglos. Amén (28, 7).
Porque nuestro cuerpo es una imagen del alma, y el alma una imagen del Espíritu. E igual que el cuerpo sin alma está muerto y es incapaz de hacer nada, así el alma privada del Espíritu divino está muerta para el Reino, siendo incapaz de realizar ninguna de las cosas de Dios sin el Espíritu (30, 3).
Igualmente, Cristo, el Buen Iconógrafo, para aquellos que creen en él y se fijan en él sin cesar, pinta un hombre celeste de acuerdo a su propia imagen (cf. Rm 8, 29; 2 Co 3, 18). Con su propio Espíritu, con su propia sustancia, la luz inefable, pinta una imagen celeste, y da al alma su buen y excelente esposo. Si alguno no fija continuamente la mirada en Él, despreciando todo el resto, el Señor no pintará su imagen con su propia luz. Debemos, pues, fijar nuestra mirada en él, creer en él, amarlo, rechazar todo el resto, volvernos hacia Él, para que pinte su propia imagen celeste y la ponga en nuestras almas; y así, llevando a Cristo, recibiremos la vida eterna y, en esta plena certeza, encontraremos el reposo (30, 4).
Igualmente, el alma que no lleva en ella la imagen del Espíritu celeste, Cristo, impresa en ella en una luz inefable, no vale nada para los tesoros de lo alto, y los negociantes del Reino, los excelentes apóstoles, la ponen como desecho... Ese es, en efecto, el signo y el sello del Señor impreso en las almas, a saber el Espíritu de la luz inefable... Porque un alma muerta, que no lleva en sí al Espíritu luminoso y divino, no sirve para nada en esta ciudad de los santos. Igual, en efecto, que en este mundo, el alma es la vía del cuerpo, así en el mundo celeste y eterno, es el Espíritu de Dios quien es la vida del alma. Porque sin esta alma que es el Espíritu, nuestra alma está muerta a las cosas de lo alto y llega a ser inútil (30, 5).
Es necesario, pues, que aquel que busca crea, se aproxime al Señor, suplique, para recibir desde ahora al Espíritu divino. Porque es Él quien es la vida del alma, y es para eso, para dar desde ahora al alma la vida, a saber su Espíritu, que ha tenido lugar la venida del Señor... Es así que el alma que se mueve en el fuego del Espíritu y en la luz divina, no puede sufrir más ningún daño de parte de los espíritus malignos. Si alguna cosa se le aproxima, será devorada por el fuego celeste del Espíritu. Igualmente, un pájaro que se ha elevado en los aires y sin otra preocupación, porque no teme más ni al pajarero, ni a los animales feroces; sino que se ríe de todos, desde lo alto. Es así que el alma que ha recibido las alas del Espíritu y ha volado hacia las alturas del cielo, se ríe de todos, porque está por encima de todo (30, 6).
El día en que Adán cayó, Dios vino al Paraíso para pasearse. Lloró, por decirlo así, viendo a Adán y dijo: “¡Qué bienes has dejado, para elegir qué males! ¡Qué gloria has perdido, para revestir qué vergüenza! ¡Ahora qué tenebroso, feo y fétido! Cuando Adán cayó y murió lejos de Dios, el Creador lo lloró, los ángeles, todas las Potencias, los cielos, la tierra y todas las creaturas se lamentaron por su muerte y su caída. Porque veían a aquel que les había sido dado como rey llegado a ser esclavo de las Potencias enemigas y malvadas. Es así que había envuelto su alma en tinieblas, en amargas y malignas tinieblas. Había, en efecto, caído en poder del Príncipe de las tinieblas. Era este el hombre que fue cubierto de llagas por los ladrones y dejado medio muerto mientras descendía de Jerusalén a Jericó (cf. Lc 10, 30) (30, 7).
Dios, en efecto, es el Bien supremo. Es hacia Él que debes reunir tu intelecto y tus pensamientos, sin preocuparte de ninguna otra cosa, no ocupándote sino de aguardarlo (31, 1)
Y ve cómo viene a ti y establece allí su morada. Mientras más concentras el intelecto en su búsqueda, más desea, constreñido por su compasión y su dulce bondad, venir a ti y darte reposo (31, 3).
Cuando haya visto, en efecto, cómo lo buscas, cómo sitúas continuamente toda tu esperanza en él, entonces te instruirá, te enseñará la oración verdadera, te dará la verdadera caridad que es Él mismo, llegará a ser entonces para ti todas las cosas: paraíso, árbol de vida, perla preciosa, corona, arquitecto, cultivador, sufriente, impasible, hombre, Dios, vino, agua viva, oveja, esposo, combatiente, armadura, Cristo todo en todos (cf. 1 Co 15, 28) (31, 4).
... Igualmente, la naturaleza humana, si permanece sola y desnuda, si no recibe la mezcla y la comunión con la naturaleza celeste, no es tal como debería ser; permanece desnuda y defectuosa, reducida a su naturaleza, llena de manchas. ¿No es llamada el alma, precisamente, el templo y la morada de Dios, y el Esposo del Rey? Está dicho, en efecto, “Habitaré en ellos y allí me pasearé” (2 Co 6, 16; cf. Lv 26, 11-12). He allí por qué plugo a Dios descender de los cielos de santidad, asumir tu naturaleza racional, tu carne extraída de la tierra, y mezclarlas con su Espíritu divino, para que recibas, tú, un ser terrestre, el alma celeste. Y cuando tu alma entre en comunión con el Espíritu y el alma celeste penetre en tu alma, eres un hombre completo en Dios, un heredero y un hijo (32, 6)
El alma entonces se pone a suplicar al Señor y a confesarle: “Todo es tuyo. La casa que habito es tuya. Mi vestidura es tuya. Eres tú quien me nutres, tú que dispones todo según mis necesidades”. El Señor responderá entonces: “Te agradezco. Las riquezas son tuyas. La buena voluntad es tuya. Y a causa de tu amor por mí, y porque has buscado refugio junto a mí, quiero darte aún lo que no poseías hasta ahora y que los hombres de la tierra no tienen: acógeme, tu Señor, en tu alma, para que vivas por siempre conmigo en el gozo y la alegría” (32, 8).
Si buscas a Dios en el cielo, lo encontrarás en los pensamientos de los ángeles. Si lo buscas sobre la tierra, lo encontrarás en los corazones de los hombres. Pero entre la multitud, ellos no se encuentran sino en un pequeño número, los cristianos que le agradan (32, 11).
Hemos aprendido esto del profeta Ezequiel, a propósito de los animales espirituales enganchados al carro del Señor (cf. Ez 1, 1-25; 10, 1-17). Él nos los representa, en efecto, cubiertos de ojos, como lo está también el alma que lleva a Dios, o mejor, que es llevada por Dios. Ella llega a ser, en efecto, todo ojo (33, 2).
Si ves la luz, echa una mirada a tu alma, para ver si has encontrado la verdadera y buena Luz. Porque todo lo que es visible es una sombra de las verdaderas realidades del alma. En efecto, junto al hombre visible, hay otro, interior, con ojos que Satanás ha cegado y oídos que ha vuelto sordos. Pero Jesús ha venido para devolver la salud a este hombre interior. A Él sean la gloria y el poder, con el Padre y el Espíritu Santo, en los siglos. Amén (33, 4).
Allí no hay más ni hombre, ni mujer, ni esclavo, ni hombre libre (cf. Ga 3, 28); todos en efecto han sido cambiados en una naturaleza divina, habiendo llegado a ser cristos, dioses e hijos de Dios. Sin herir la decencia, el hermano puede decir las palabras de paz a la hermana, porque todos y todas son uno en Cristo (cf. Ga 3, 28). Gozando del reposo en una misma luz, se mirarán uno al otro, y esta mirada los hará de repente resplandecer de nuevo en la verdad, en la visión verdadera de la luz inefable (34, 2).
La plenitud de la ley es, pues, el perdón. Hemos hablado de una primera ley; eso no quiere decir que Dios haya dado dos leyes a los hombres. No ha dado más que una; espiritual en cuanto a su naturaleza, ella es justa en cuanto a la sanción, atribuyendo a cada uno lo que le corresponde. Ella perdona al que perdona, y tiene rigor con el que tiene rigor... (37, 4).
El alma virtuosa es así construida en Iglesia, no por el efecto de sus obras, sino por el de sus deseos. Porque no es su actividad propia la que salva al hombre, sino Aquel que ha dado por gracia la fuerza (37, 9).
La eficacia de la operación de Dios depende, pues, de la voluntad del hombre. Pero si le damos toda nuestra voluntad, Dios nos atribuye la obra toda entera. Dios es admirable en todo y totalmente incomprensible (37, 10).
Todas las virtudes se sostienen y forman como una cadena espiritual; una se une a la otra... Es lo mismo en el campo opuesto, donde los vicios se sostienen igualmente... (40, 1).
Pero el punto capital de todo el esfuerzo hacia el bien y la cumbre de los actos virtuosos es la perseverancia en la oración, por la cual podemos pedir a Dios y obtener cotidianamente las otras virtudes. Es de ella que proviene, en aquellos que son juzgados dignos, la comunión en la santidad divina y en la energía espiritual, y la unión de sus disposiciones interiores con el Señor en una caridad inefable. En efecto, aquel que se constriñe cada día en perseverar en la oración es consumido, por la caridad espiritual, por un amor apasionado y por un deseo inflamado respecto a Dios, y recibe la gracia de la perfección santificante del Espíritu (40, 2).
Igual que existen hombres que enganchan caballos, que conducen los carros y los lanzan unos contra los otros, esforzándose cada uno de abatir y de vencer a su adversario, así hay también en el corazón combatientes (espirituales) un teatro donde los espíritus malos luchan contra el alma, mientras que Dios y los ángeles contemplan el combate... (40, 5)
Cuando cualquiera se sumerge en las profundidades de la gracia, luego se recuerda de sus compañeros, la naturaleza misma quiere ir hacia sus hermanos para realizar la caridad y anunciar la palabra con una plena certeza (cf. Col 1, 25).
... Lo mismo sucede con la gracia, este fuego celeste. Está al mismo tiempo dentro y fuera tuyo. Cuando oras y fija tus pensamientos en el amor de Cristo, junta madera, tus pensamientos llegan a ser fuego y son sumergidos en el deseo de Dios. Aún si el Espíritu se retira, como si te llegara a ser exterior, queda, sin embargo, dentro tuyo, pareciendo exterior a ti (40, 7).
El fuego permite alumbrar y hacer arder un gran número de lámparas, y todas tienen su luz y su brillo de una única naturaleza. Igualmente, los cristianos reciben el fuego que los hace brillar de una única naturaleza, la del Fuego divino, del Hijo de Dios, y tienen lámparas encendidas en sus corazones y brillan ante él desde esta tierra, como él mismo lo ha hecho. Está escrito, en efecto: “Por eso Dios, tu Dios, te ha ungido con óleo de alegría” (Sal 44, 8). Por eso que ha sido llamado Cristo, para que “crismados” con el mismo óleo que él, lleguemos a ser Cristos, teniendo, por decirlo así, la misma sustancia y el mismo cuerpo que él. En efecto, está dicho también: “El que santifica y los que son santificados han salido todos de uno solo” (Hb 2, 11) (43, 1).
Es necesario que el cristiano tenga siempre el recuerdo de Dios. En efecto, está escrito: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón” (Dt 6, 5). No es sólo yendo al oratorio que ama al Señor, sino que guarda también el recuerdo de Dios y lo ama con ternura, sea caminando, conversando, comiendo... (43, 3).
Nuestro Señor ha venido para cambiar la naturaleza, para transformarla y renovarla, para recrear el alma arruinada por las pasiones como efecto de la caída, y mezclara con su propio Espíritu divino. Ha venido para dar un intelecto nuevo, un alma nueva, ojos nuevos, oídos nuevos, una lengua nueva y espiritual; en una palabra, para hacer de aquellos que creen en Él hombres nuevos, “otras novedades”, dándoles la unción de su luz y de su conocimiento, para derramar en ellos un vino nuevo, es decir su Espíritu. “El vino nuevo -está dicho- hay que ponerlo en las obras nuevas” (cf. Mt 9, 17) (44, 1).
Es necesario que el alma que cree verdaderamente en Cristo cambie y pase de su estado presente de malicia a otro estado, bueno ése, y de su naturaleza presente, que es vil, a otra naturaleza, divina, siendo renovada por la virtud del Espíritu Santo; y así ella llegará a ser apta para el Reino de los cielos (44, 5).
Nuestras almas deben, pues, cambiar y pasar de su estado actual a otro estado, a una naturaleza divina, y llegar a ser nuevas, de vetustas que eran, es decir llegar a ser buenas, dulces y llenas de fe, y no más amargas e incrédulas; serán así restablecidas en un estado que las hará aptas para el Reino de los cielos (44, 8).
El Señor ha venido para cambiar y recrear nuestras almas, para hacerlas participar en la naturaleza divina (2 P 1, 4), como está escrito, para dar a nuestra alma un alma celeste, a saber el Espíritu de la Divinidad, para conducirnos a toda virtud, a fin de que podamos vivir de la vida eterna... Porque si el alma no recibe en este mundo, gracias a una fe y a una oración intensas, la santificación del Espíritu, si no llega a ser partícipe de la naturaleza divina, si no ha sido mezclada con la gracia que la hace capaz de observar todos los mandamientos sin reproche y con pureza, ella es inepta para el Reino de los cielos. Lo que el alma haya hecho de bien aquí abajo constituirá precisamente su vida en ese día allá, por el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, en los siglos. Amén (44, 9).
Sólo la manifestación de Cristo puede purificar el alma y el cuerpo. Por lo tanto, abandonemos toda preocupación concerniente esta vida, ocupémonos del Señor e invoquémoslo noche y día (45, 3).
¿Ves, ahora, el parentesco de Dios con el hombre, y del hombre con Dios? He allí por qué el alma prudente y juiciosa, habiendo recorrido todas las creaturas, no encuentra reposo para sí sino en el Señor, y el Señor no se ha complacido en ninguna de ellas, sino en el hombre (45, 5).
Él nos ha dado, en efecto, las alas del Espíritu Santo para que podamos volar sin trabas hacia las regiones superiores de la divinidad (47, 2).
En efecto, tal es el soplo que atraviesa la flauta, produciendo un sonido, el Espíritu Santo canta a través de los santos y de los hombres espirituales, y ora a Dios en la pureza del corazón (47, 14).
Siendo Él mismo el Esposo perfecto, la toma como esposa perfecta, en una unión nupcial santa, secreta e inmaculada. Y entonces ella reina con Él en los siglos sin fin. Amén (47, 17).
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