8 de junio de 2016







Conviértanse a Mí y encontrarán misericordia

Del Comentario de San Jerónimo, presbítero,

sobre el libro del profeta Joel

Lectura bíblica: Jl 2, 12-17; Ez 18, 21-23; Sal 103, 8-14

San Jerónimo (340-420)
Nació en Dalmacia, una de las provincias del imperio y estudió en Roma, la capital, donde recibió una excelente formación literaria y llevó la vida de un joven de su tiempo. Era apasionado del arte de la palabra y de los grandes escritores de la antigüedad. En la noche de Pascua del año 366
recibió el bautismo. A continuación se consagró por varios años al estudio de la Escritura y a la oración. En 373 partió hacia Antioquía, donde aprendió griego y hebreo y continuó sus estudios teológicos. Vivió durante tres años como monje en el desierto y en 379 fue ordenado sacerdote. Acompañando a su obispo Paulino llegó a Constantinopla, donde escuchó las lecciones bíblicas de San Gregorio Nacianceno (379-381). De allí regresa a Roma y el Papa Dámaso le nombra su secretario (385), encargándole mejorar la versión de la Biblia al latín que entonces circulaba. Durante
esos años Jerónimo se rodea de un grupo de señoras entusiastas y deseosas de conocer la Biblia y vivir más a fondo su fe cristiana. Con sus críticas enfrenta al clero romano por su estilo de vida lujoso y superficial, y cuando muere su protector el Papa Dámaso, tiene que abandonar Roma.
Parte hacia Tierra Santa. Los últimos 34 años de su vida los pasa retirado en Belén, dedicado por completo a comentar y traducir las Sagradas Escrituras.
Su nueva traducción de la Biblia, más tarde conocida como La Vulgata o del pueblo, se implantó apenas en un lento proceso de cinco siglos y sólo a partir del siglo décimo adquirió máxima autoridad, convirtiéndose a partir de entonces en la Biblia oficial del catolicismo hasta el Concilio Vaticano II. El principal aporte de San Jerónimo a la vida de la Iglesia fue su nueva y fiel traducción de las Sagradas Escrituras. “Ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo”, sostenía este apasionado biblista, cuyo lema era “seguir desnudo al Cristo desnudo”.

Comentario

Nadie debe desalentarse por los pecados su de vida pasada para salir al encuentro del Dios rico en misericordia. En el amor divino nos aguarda un perdón sin fronteras. Sin embargo, cabe la pregunta del apóstol Pablo: “¿Te aprovechas de Dios y su inmensa bondad, paciencia y comprensión, y no reconoces que esa bondad te quiere llevar a una conversión?” (Rm 2, 4). La misericordia divina nos invita a abrazar sin tardanzas los caminos del Señor.
Conviértanse a mí de todo corazón, y que su penitencia interior se manifieste por medio del ayuno, del llanto y de las lágrimas; así, ayunando ahora, serán luego saciados; llorando ahora, podrán luego reír; lamentándose ahora, serán luego consolados. Y, ya que la costumbre tiene
establecido rasgar los vestidos en los momentos tristes y adversos -como nos lo cuenta el Evangelio, al decir que el sumo sacerdote rasgó sus vestiduras para dar a entender la grandeza del crimen del Salvador, o como nos dice el libro de los Hechos que Pablo y Bernabé rasgaron sus túnicas al oír las palabras blasfematorias-, así yo les digo que no rasguen sus vestiduras, sino sus corazones repletos de pecado; pues el corazón, a la manera de los odres, no se rompe nunca espontáneamente, sino que debe ser rasgado por la voluntad. Cuando, pues, hayan rasgado de esta manera su corazón, vuelvan al Señor, su Dios, de quien se habían apartado por sus antiguos pecados, y no duden del perdón, pues, por grandes que sean sus culpas, la grandeza de su misericordia perdonará, sin duda, la enormidad de sus muchos pecados.
Pues el Señor es compasivo y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad; él no se complace en la muerte del malvado, sino en que el malvado cambie de conducta y viva; él no es impaciente como el hombre, sino que espera sin prisas nuestra conversión y sabe retirar su malicia de nosotros, de manera que, si nos convertimos de nuestros pecados, él retira de nosotros sus castigos y aparta de nosotros sus amenazas, cambiando ante nuestro cambio. Cuando aquí el profeta dice que el Señor sabe retirar su malicia, por malicia no debemos entender lo que es contrario a la virtud, sino las desgracias con que nuestra vida está amenazada, según aquello que leemos en otro lugar: Bástale a cada día su desgracia, o bien aquello otro: ¿Sucede una desgracia en la ciudad que no la mande el Señor?
Y, porque dice, como hemos visto más arriba, que el Señor es compasivo y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad y que sabe retirar su malicia, a fin de que la grandeza de su clemencia no nos haga descuidados en el bien, añade el profeta: Quizá se arrepienta y nos perdone y nos deje todavía su bendición. Por eso, dice, yo, por mi parte, exhorto a la penitencia y reconozco que Dios es infinitamente misericordioso, como dice el profeta David: Misericordia, Dios mío, por tu bondad; por tu inmensa compasión borra mi culpa. Pero, como sea que no podemos conocer hasta dónde llega el abismo de las riquezas y sabiduría de Dios, prefiero ser discreto en mis afirmaciones y decir sin presunción: Quizá se arrepienta y nos perdone. Al decir quizá, ya está indicando que se trata de algo o bien imposible o por lo menos muy difícil.
Habla luego el profeta de ofrenda y brindis para nuestro Dios: con ello, quiere significar que, después de habernos dado su bendición y perdonado nuestro pecado, nosotros debemos ofrecer a Dios
nuestros dones.

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