2 de mayo de 2016

Cristo es el cumplimiento
de las promesas de Dios

De los Comentarios de San Agustín, obispo, sobre los salmos
Lectura bíblica: 2 Co 1, 18-22

San Agustín (354-430)

Se convirtió a la fe católica escuchando las predicaciones de San
Ambrosio en Milán en el año 387; tras recibir de sus manos el bautismo,
se consagró en adelante a la vida cristiana. Antes de su conversión tuvo
que recorrer un tortuoso camino en búsqueda de la verdad. Hijo de padre
pagano y madre católica, nació en Tagaste, pequeña ciudad del norte
de África perteneciente al imperio romano; desde niño mostró gran
talento y sus padres se esforzaron por ofrecerle la mejor educación posible.
Después de su conversión regresó al Africa, donó sus bienes a los
pobres y se retiró con un grupo de amigos suyos a una finca, para vivir
con sencillez y dedicarse a la oración y al estudio de la Sagrada Escritura.
Pero el pueblo católico de Hipona solicitó al obispo Valerio que lo
ordenara sacerdote; después trabajó como asistente suyo y llegó a ser
su sucesor. Pastorear su diócesis le exigía tiempo y sin embargo logró
escribir innumerables obras teológicas de gran riqueza y profundidad.
Es uno de los maestros de la Iglesia de mayor influencia en la historia
del cristianismo.

Comentario

San Agustín abarca aquí de una sola mirada toda la historia de la salvación.
Las promesas de Dios en el Antiguo Testamento se han cumplido
en Jesucristo. Aguardamos ahora en esperanza la consumación de la
creación. Los dones derramados sobre la humanidad en Cristo nos
mueven al amor de Dios, pues el amor invita al amor.
Dios estableció el tiempo de sus promesas y la época de su cumplimiento.
El periodo de las promesas abarcó desde el tiempo de los profetas hasta
Juan Bautista; desde éste hasta el fin es el tiempo de su cumplimiento.
Fiel es Dios, que se constituyó en nuestro deudor; no porque haya recibido
algo de nosotros, sino porque nos prometió tan grandes bienes. La
promesa le pareció poco; por eso quiso obligarse por escrito, firmando,
por decirlo así, un documento que atestiguara sus promesas, para que,
cuando comenzara a cumplir las cosas que prometió, viésemos en ese
escrito en qué orden se cumplirían. El tiempo de las profecías era, como
muchas veces lo he afirmado, el del anuncio de las promesas.
Prometió la salvación eterna, la vida bienaventurada y sin fin en compañía
de los ángeles, la herencia imperecedera, la gloria eterna, la dulzura de la
contemplación de su rostro, su templo santo en los cielos y, como
consecuencia de la resurrección, la ausencia total del miedo a la muerte.
Ésta es, en cierto modo, su promesa final, hacia la que tienden todos
nuestros cuidados, porque una vez que la hayamos alcanzado ya no
buscaremos ni exigiremos ninguna otra cosa. También manifestó en qué
orden se cumplirían sus promesas y profecías hasta alcanzar ese último
fin.
Prometió la divinidad a los hombres, la inmortalidad a los mortales, la
justificación a los pecadores, la glorificación a criaturas despreciables.
Sin embargo, hermanos, como a los hombres les parecía increíble la
promesa de Dios de sacarlos de su condición mortal -de corrupción, bajeza,
debilidad, polvo y ceniza- para asemejarlos a los ángeles, no sólo firmó
una alianza con los hombres para moverlos a creer, sino que también
estableció un mediador como garante de su fidelidad; y no estableció como
mediador a cualquier príncipe o a un ángel o arcángel, sino a su Hijo único.
Y por él nos mostró el camino que nos conduciría hacia el fin prometido.
Pero no bastó a Dios indicarnos el camino por medio de su Hijo:
quiso que Él mismo fuera el camino, para que, bajo su dirección, tú
caminaras por él. Por tanto, el Hijo único de Dios tenía que venir a los
hombres, tenía que hacerse hombre y, en su condición de hombre, tenía
que morir, resucitar, subir al cielo, sentarse a la derecha del Padre y cumplir
todas sus promesas en favor de las naciones. Y, después del
cumplimiento de estas promesas, cumplirá también la promesa de
venir otra vez para pedir cuentas de sus dones, para separar a los que se
hicieron merecedores de su ira de quienes se hicieron merecedores de su
misericordia, para castigar a los impíos, conforme lo había amenazado, y
para recompensar a los justos, según lo había prometido.
Todo esto debió ser profetizado y anunciado de antemano para que no
atemorizara a nadie si acontecía de repente, sino que, siendo objeto de

nuestra fe, lo fuese también de una ardiente esperanza.

No hay comentarios:

Publicar un comentario