Por la eucaristía nos hacemos
portadores de Cristo
De las Catequesis de San Cirilo de Jerusalén
Lectura bíblica: Lc 22, 14 – 20
Comentario
Contrariamente a lo que tantas veces nos inculcan, de que comulgando
Cristo viene a nuestro corazón –explicación que fácilmente reduce la
eucaristía a un acontecimiento puramente íntimo- San Cirilo destaca que
somos nosotros quienes al comulgar nos transformamos en Cuerpo y
Sangre de Cristo, volviéndonos portadores suyos en el mundo. Esa perspectiva
sitúa a la eucaristía en el horizonte del testimonio público y del
seguimiento. No se trata ya simplemente de participar en un rito y experimentar
una intensa emoción religiosa. “No tiene efecto (la eucaristía)
sino en aquellos que se unen a la Pasión de Cristo por medio de la fe y el
amor”, dice Santo Tomás de Aquino.
Jesús, el Señor; en la noche en que iba a ser entregado, tomó pan y,
después de pronunciar la Acción de Gracias, lo partió y lo dio a sus
discípulos, y dijo: «Tomen y coman, esto es mi cuerpo.» y tomando el
cáliz, después de pronunciar la Acción de Gracias, dijo: «Tomen y beban,
ésta es mi sangre.» Por tanto, si él mismo afirmó del pan: Esto es mi
cuerpo, ¿quién se atreverá a dudar en adelante? Y si él mismo afirmó:
Esta es mi sangre, ¿quién podrá nunca dudar y decir que no es su sangre?
Por esto hemos de recibirlos con la firme convicción de que son el cuerpo
y sangre de Cristo. Se te da el cuerpo del Señor bajo el signo de pan, y su
sangre bajo el signo de vino; de modo que al recibir el cuerpo y la
sangre de Cristo tu cuerpo pasa a ser parte de su cuerpo y tu sangre
de la suya. Así, pues, nos hacemos portadores de Cristo, al
distribuirse por nuestros miembros su cuerpo y sangre.
Así, como dice San Pedro, nos hacemos participantes de la naturaleza
divina.
En otro tiempo, Cristo, discutiendo con los judíos, decía: Si no comen mi
carne y no beben mi sangre, no tendrán vida en ustedes. Pero, como
ellos entendieron estas palabras en un sentido material, retrocedieron
escandalizados, pensando que los exhortaba a comer su carne.
En la antigua alianza había los panes de la proposición; pero, como eran
algo exclusivo del Antiguo Testamento, ahora ya no existen. Pero en el Nuevo
Testamento hay un pan celestial y una bebida de salvación, que santifican
el alma y el cuerpo. Pues, del mismo modo que el pan es apropiado al
cuerpo, así también la Palabra encarnada concuerda con la naturaleza del
alma.
Por lo cual, el pan y el vino eucarísticos no han de ser considerados como
meros y comunes elementos materiales, ya que son el cuerpo y la sangre de
Cristo, como afirma el Señor; pues, aunque los sentidos nos sugieren lo primero,
hemos de aceptar con firme convencimiento lo que nos enseña la fe.
Adoctrinados e imbuidos de esta fe tan cierta, debemos creer que aquello
que parece pan no es pan, aunque su sabor sea de pan, sino el
cuerpo de Cristo; y que lo que parece vino no es vino, aunque así le
parezca a nuestro paladar, sino la sangre de Cristo; respecto a lo cual
hallamos la antigua afirmación del salmo: El pan da fuerzas al corazón del
hombre y el aceite da brillo a su rostro. Da, pues, fuerzas a tu corazón,
comiendo aquel pan espiritual, y da brillo así al rostro de tu alma.
Ojalá que con el rostro descubierto y con la conciencia limpia, contemplando
la gloria del Señor como en un espejo, vayamos de gloria en gloria, en
Cristo Jesús nuestro Señor, a quien sea el honor, el poder y la gloria por los
siglos de los siglos. Amén.
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