6 de mayo de 2016

El misterio de la Encarnación
De las Cartas de San León Magno, papa
Lectura bíblica: Col 1, 15-20

San León Magno (¿-461)
Electo obispo de Roma y sucesor del apóstol Pedro en el año 440,
convenció en 452 al temible rey de los Hunos, Atila, para que desocupara
los territorios que había conquistado; tres años más tarde persuadió
también a Genserico, rey de los Vándalos, para que no saqueara Roma.
El Papa salvó así de la destrucción la gran herencia cultural de Grecia y
Roma. Como pontífice defendió la fe católica ante diversas herejías y
reafirmó la potestad del sucesor de Pedro como cabeza de la Iglesia
universal. El texto suyo que a continuación ofrecemos fue leído en el
Concilio de Calcedonia (451) y los obispos allí reunidos solemnemente
exclamaron: “Esta es la fe de los Padres, esta es la fe de los apóstoles;
así lo creemos. San Pedro ha hablado por boca de León”. Se conservan
125 cartas doctrinales y administrativas suyas y 97 sermones.

Comentario

Este pasaje refleja un punto de maduración en la doctrina sobre
Jesucristo: el Hijo eterno del Padre, la segunda persona de la Santísima
Trinidad, se manifestó de manera indirecta a través de los patriarcas y
profetas del Antiguo Testamento, hasta encarnarse definitivamente en la
Virgen María por la fuerza del Espíritu Santo. Uniendo en sí la naturaleza
humana y la divina y participando nosotros por el bautismo del misterio
de Cristo, renacemos por el Espíritu Santo para ser liberados de las
fuerzas del mal que nos oprimen.
De nada nos serviría afirmar que nuestro Señor, el Hijo de la Virgen María,
es hombre verdadero y perfecto si no creyésemos además que es hombre
perteneciente a aquella línea de antepasados mencionada en el Evangelio.
Mateo, en efecto, dice: Genealogía de Jesucristo, hijo de David, hijo de
Abrahán; y sigue el orden de su generación humana hasta llegar a José,
con quien estaba desposada la Madre del Señor.
Lucas, en cambio, siguiendo un orden inverso, se remonta al origen del
género humano, para mostrar que el primer Adán y el nuevo Adán tienen
una misma naturaleza.
El Hijo de Dios, en su poder sin límites, hubiera podido manifestarse, para
instruir y justificar a los hombres, como se había manifestado a los patriarcas
y profetas, es decir, bajo diversas apariencias humanas, como, por
ejemplo, cuando entabló una lucha o mantuvo una conversación, o cuando
no rechazó la hospitalidad que le ofrecían y tomó el alimento que le presentaban.
Todas estas figuras eran como profecía y anuncio misterioso
de aquel hombre que debía asumir, de la descendencia de esos mismos
patriarcas, una verdadera naturaleza humana. Pero todas estas
figuras no podían realizar aquel misterio de nuestra reconciliación prefijado
antes de los tiempos, porque el Espíritu Santo no había descendido aún
sobre la Virgen ni el poder del Altísimo la había aún cubierto con su sombra;
solamente cuando la Sabiduría eterna, edificándose una casa en el
seno purísimo de la Virgen, se hizo hombre pudo tener cumplimiento este
admirable designio; y, uniéndose la naturaleza humana y la divina en
una sola persona, el Creador del tiempo nació en el tiempo, y aquel
por quien fueron hechas todas las cosas empezó a contarse entre las criaturas.
Pues si el nuevo hombre, sometido a una existencia semejante a la
de la carne de pecado, no hubiera llevado sobre sí nuestros pecados,
si el que es Dios como el Padre no se hubiera dignado tomar la
condición humana de una madre y si libre de todo pecado no hubiera
unido a sí nuestra naturaleza, la cautividad humana continuaría sujeta
al yugo del demonio; y tampoco podríamos gloriarnos de la victoria del
Vencedor si ésta hubiera sido obtenida en una naturaleza distinta a la
nuestra.
El sacramento de la renovación de nuestro ser nos ha hecho partícipes de
estos admirables misterios, por cuanto el mismo Espíritu, por cuya
virtud fue Cristo engendrado, ha hecho que también nosotros
volvamos a nacer con un nuevo nacimiento espiritual.
Por eso el evangelista dice, refiriéndose a los creyentes: Ellos traen su
origen no de la sangre ni del deseo carnal ni de la voluntad del hombre,
sino del mismo Dios.

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