11 de mayo de 2016

La misericordia de Dios se mostró
en Jesucristo

De la Carta a Diogneto
Lectura bíblica: Rm 3, 21-26

La Carta a Diogneto
Desconocemos el autor de esta famosa carta, probablemente del siglo
tercero, dirigida a un importante personaje del mundo pagano y que despliega
las razones por las que vale la pena ser cristiano.

Comentario
El argumento de este pasaje de la Carta a Diogneto se hace eco de la
epístola de Pablo a los romanos: sin mérito ni razón de nuestra parte,
sino tan sólo por su inexplicable bondad, Dios nos ha concedido una
vida nueva en Jesucristo. El autor saborea hasta el fondo la profunda
novedad de su fe cristiana y se siente movido a gratitud, esperanza y
alegría. ¿Podrá este antiguo autor contagiarnos con su fresca sensibilidad
para apreciar tan grande don?
Nadie jamás ha visto ni ha conocido a Dios, pero él ha querido
manifestarse a sí mismo. Se manifestó a través de la fe, que es la única a
la que se le concede ver a Dios. Porque Dios, Señor y Creador de todas
las cosas, que todo lo hizo y todo lo dispuso con orden, no sólo amó a los
hombres, sino que también fue paciente con ellos. Siempre lo fue, lo
es y lo será: bueno, benigno, exento de toda ira, veraz; más aún: él
es el único bueno. Después de haber concebido un designio grande,
incapaz de ser expresado con palabras humanas, se lo comunicó a su
único Hijo.
Mientras mantenía oculto su sabio designio y lo reservaba para sí, parecía
abandonarnos y olvidarse de nosotros. Pero, cuando lo reveló por medio
de su amado Hijo y manifestó lo que había establecido desde el principio,
nos dio juntamente todas las cosas: participar de sus beneficios y ver y
comprender sus designios. ¿Quién de nosotros hubiera esperado
jamás tanta generosidad?
Dios, que todo lo había dispuesto junto con su Hijo, permitió que hasta el
tiempo anterior a la venida del Salvador viviéramos desviados del camino
recto, atraídos por los deleites y placeres deshonestos, y nos dejáramos
arrastrar por nuestros impulsos desordenados. No porque se complaciera
en nuestros pecados, sino que los toleraba. Ni es tampoco que Dios aprobara
aquel tiempo de maldad, sino que estaba preparando el tiempo actual
de justicia, a fin de que, demostrada nuestra culpabilidad en aquel
tiempo en que por nuestras propias obras éramos indignos de la
vida, fuéramos hechos dignos de ella por la bondad de Dios, reconociendo
así que por nosotros mismos no podíamos entrar en el
reino de los cielos, pero que esto se nos concedía como un don de
Dios.
Pues cuando nuestra maldad había colmado la medida y se hizo plenamente
manifiesto que por ella merecíamos el castigo y la muerte, llegó en cambio
el tiempo establecido por Dios para manifestar su bondad y su poder ¡oh
inmenso amor de Dios a los hombres! y no nos odió ni nos rechazó ni
se vengó de nuestras ofensas, sino que nos soportó con grandeza de ánimo
y paciencia, apiadándose de nosotros y cargando él mismo con nuestros
pecados. Nos dio a su propio Hijo como precio de nuestra redención:
entregó al que es santo para redimir a los impíos, al inocente por los malos,
al justo por los injustos, al incorruptible por los corruptibles, al inmortal por
los mortales. Y ¿qué otra cosa hubiera podido encubrir nuestros pecados
sino su justicia? Nosotros que no amamos a Dios ni al prójimo y somos
malos, ¿en quién hubiéramos podido ser justificados sino únicamente en
el Hijo de Dios?
¡Oh admirable intercambio, mediación incomprensible, beneficios inesperados:
que la impiedad de muchos sea encubierta por un solo justo y que la

justicia de un solo hombre justifique a tantos impíos!

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