17 de abril de 2016






Las Sagradas Escrituras nos manifiestan
los misterios de Dios

Del Tratado de San Hipólito, presbítero, Contra la herejía de Noeto.

Lectura bíblica: Jn 1, 1-18

San Hipólito (¿-235)

Desconocemos lugar y fecha de su nacimiento, aunque sabemos que
fue discípulo de San Ireneo y compuso sus escritos entre los años 200 y
235 d.C. Es uno de los teólogos más antiguos de la Iglesia; fue presbítero
en Roma y se opuso en asuntos doctrinales al Papa Calixto (217-
222), a quien reprochaba excesiva indulgencia con los pecadores. Una
comunidad rebelde lo eligió Obispo de Roma en contra de Calixto y la
división se mantuvo durante los pontificados de Urbano y Ponciano, hasta
que el emperador Máximino (235-238) deportó a Hipólito junto con
Ponciano a Cerdeña, “la isla de la muerte”, donde ambos, condenados a
trabajos forzados, renunciaron al papado y se reconciliaron. Hoy se les
venera juntamente como mártires.

Comentario

Este pasaje de San Hipólito nos introduce de lleno en el misterio del
Dios creador, visible en la historia humana por medio de su Hijo Jesucristo
y que nos recrea por el Espíritu Santo. Para conocer a Dios debemos
familiarizamos con la Sagrada Escritura y por eso una de las principales
tareas de nuestra vida cristiana es profundizar en su conocimiento.
“La Iglesia –nos dice el Concilio Vaticano II- ha venerado siempre las
Escrituras como al cuerpo mismo de Cristo” (DV 21), porque a través de
ella recibimos el sacramento de su palabra de vida.
Hay un único Dios, hermanos, que sólo puede ser conocido a través
de las Escrituras santas. Por ello debemos esforzarnos por penetrar
en todas las cosas que nos anuncian las divinas Escrituras y
procurar profundizar en lo que nos enseñan. Debemos conocer al
Padre como él desea ser conocido, debemos glorificar al Hijo como el
Padre desea que lo glorifiquemos, debemos recibir al Espíritu Santo como
el Padre desea dárnoslo. En todo debemos proceder no según nuestro
capricho ni según nuestros propios sentimientos ni haciendo violencia a
los deseos de Dios, sino según los caminos que el mismo Señor nos ha
dado a conocer en las santas Escrituras.
Cuando sólo existía Dios y nada había aún que existiera con él, el
Señor quiso crear el mundo. Lo creó por su inteligencia, por su voluntad
y por su palabra; y el mundo llegó a la existencia tal como él lo quiso y
cuando él lo quiso. Nos basta, por tanto, saber que, al principio, nada
existía junto a Dios, nada había fuera de él. Pero Dios, siendo único,
era también múltiple. Porque con él estaba su sabiduría, su razón, su poder
y su consejo; todo esto estaba en él, y él era todas estas cosas. Y, cuando
quiso y como quiso, y en el tiempo por él mismo fijado de antemano,
manifestó al mundo su Palabra, por quien fueron hechas todas las cosas.
Y como Dios contenía en sí mismo a la Palabra, aunque ella fuera invisible
para el mundo creado, cuando Dios hizo oír su voz, la Palabra se hizo
entonces visible; así, de la luz que es el Padre salió la luz que es el
Hijo, y la imagen del Señor fue como reproducida en el ser de la
criatura; de esta manera el que al principio era sólo visible para el
Padre empezó a ser visible también para el mundo, para que éste, al
contemplarlo, pudiera alcanzar la salvación.
El sentido de todo esto es que, al entrar en el mundo, la Palabra quiso
aparecer como Hijo de Dios; pues, en efecto, todas las cosas fueron hechas
por el Hijo, pero él es engendrado Únicamente por el Padre.
Dios dio la ley y los profetas, impulsando a éstos a hablar movidos por el
Espíritu Santo, para que, habiendo recibido la inspiración del poder del
Padre, anunciaran su consejo y su voluntad.
La Palabra, pues, se hizo visible, como dice San Juan. Y repitió en resumen
todo lo que dijeron los profetas, demostrando así que es realmente la
Palabra por quien fueron hechas todas las cosas. Dice: Ya al comienzo de
las cosas existía la Palabra, y la Palabra estaba con Dios y la Palabra
era Dios; por ella empezaron a existir todas las cosas, y ninguna de las
que existen empezó a ser sino por ella. Y más adelante: El mundo empezó
por ella a existir; pero el mundo no la reconoció. Vino a los suyos y los
suyos no la recibieron

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