Cómo leer
y estudiar las Escrituras
De los Libros de las Sentencias de San Isidoro, obispo
Lectura bíblica: Pro 1, 20 – 2, 5
San Isidoro (560-636)
Nació en España y llegó a ser Arzobispo de Sevilla; fue una de las figuras
más destacadas de su época y autor de muchísimos libros. Convocó
y presidió varios concilios provinciales, de los que surgieron sabias orientaciones
para la vida de la Iglesia.
Comentario
Esta densa página nos ofrece todo un sabio método de lectura bíblica:
en primer lugar, aplicarnos a conocer y entender los textos sagrados;
luego, meditarlos desde el corazón, buscando captar con todo nuestro
ser su mensaje, y, por último, poner por obra sus enseñanzas. ¿De qué
nos serviría leer y estudiar la Biblia, si no la ponemos en práctica? Tan
sólo practicándola, podemos finalmente entenderla; necesitamos también
“orarla”, pues sin el auxilio de Dios, su palabra permanece estéril.
La oración nos purifica, la lectura (de la Escritura) nos instruye; ambas
cosas son buenas, si podemos practicarlas; si no podemos, hay que preferir
la oración a la lectura.
El que quiera estar siempre unido a Dios debe orar y leer (la Escritura)
con frecuencia. En efecto, cuando oramos, hablamos nosotros a
Dios; cuando leemos, es Dios quien nos habla a nosotros.
De la lectura y la meditación deriva todo provecho. Con la lectura
aprendemos aquello que ignoramos, con la meditación lo
conservamos.
Una doble utilidad nos proporciona la lectura de la Sagrada Escritura:
instruye nuestra mente y, además, nos aparta de las vanidades del mundo
y nos conduce al amor de Dios.
Un doble objetivo hay que buscar en la lectura: en primer lugar, cómo hay
que entender la Sagrada Escritura; en segundo lugar, cómo hay que predicarla
a los demás con provecho y dignidad. Por esto, lo primero ha de ser
el interés por entender lo que uno lee, para así estar en condiciones de
comunicar lo que ha aprendido.
El lector prudente estará dispuesto a cumplir lo que lee, más que a
saberlo, porque es menor la responsabilidad del que ignora a dónde se
ha de dirigir, que la del que, sabiéndolo, no lo hace. Así como, al leer, nos
esforzamos en saber, así también debemos poner por obra las cosas
buenas que hemos aprendido leyendo.
Nadie puede conocer el sentido de la Sagrada Escritura si no se familiariza
con ella, tal como está escrito: Conquístala, y te hará noble; abrázala, y te
hará rico.
Cuanto más constante sea el trato con la palabra divina, más abundante
será la comprensión de la misma; como la tierra, que, cuanto más se cultiva,
tanto más fruto produce. Algunos tienen dotes naturales de inteligencia,
pero descuidan la lectura sagrada; y así, por no dedicarse, se pierden todo
lo que hubieran aprendido si se hubiesen dedicado a la lectura. Otros, en
cambio, tienen el deseo de saber, pero se ven obligados a luchar con sus
pocas luces naturales; éstos, con todo, por su constancia en la lectura,
llegan a saber lo que aquellos otros, por su flojera, no conocen.
Así como el que tiene una inteligencia retardada recibe el premio de su
buena intención y de su esfuerzo, así también el que desprecia los dones
de inteligencia que Dios le ha otorgado se hace reo de culpa, por no apreciar
debidamente el don de Dios y haberlo dejado inactivo por flojera.
La doctrina, sin la ayuda de la gracia, aunque resuene en los oídos,
nunca penetra el corazón; hace ruido por fuera, pero en nada
aprovecha interiormente. En cambio, cuando la gracia de Dios toca
interiormente el alma y le abre la inteligencia, entonces es cuando la palabra
de Dios pasa desde los oídos a lo más íntimo del corazón.
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